Mil ciento doce años y dos estaciones habían pasado desde que el primer árbol dio el primero de los frutos que crecieron en los bosques de Jonia. El verano acechaba; un verano que duraría cuatrocientos veintiséis días y que sería el más largo que nunca se hubiese visto en aquella isla, tan lejos de lo corriente y a la vez tan sumida en lo que para muchos sería normal.
En el continente todos creían que Jonia no era un lugar al que dar importancia. Sabían de la magia que habitaba entre sus altos árboles, tan antiguos como las primeras razas que precedieron a los hombres, las que conocían del poder que ellos llevaban en su savia y que recorría sus raíces. Sabían cómo miles habían intentado darles un nombre y cómo se había extinguido así el palpitar de sus corazones, antaño perennes.
Y, aun con ello, una parte de aquella magia silenciaba sus mentes y mantenía las tierras jonias apartadas de la influencia de la duda, y, lejos de despertar curiosidad en cualquiera, su excelencia permanecía camuflada entre lo que todos sabían. Su excelencia… y la de sus criaturas.
Era el año mil ciento doce en el calendario de la isla de Jonia, un calendario que solo conocían los árboles en sí mismos y que nadie se había molestado en elaborar. Tampoco nadie habría tenido memoria para asimilar toda aquella magia, ni para recorrer una historia de tantos y tantos días, de estaciones cambiantes y poderes extraños, latidos de luz y de sangre y de la sal que bañaba los acantilados y de las vidas intensas y fugaces que se extinguían al dar lugar a otras más feroces todavía.
La primera nota de la canción de seducción sonó entonces. No fue un sonido que pudiese escuchar cualquiera, ni siquiera podría considerarse un sonido para los que no lo escuchaban, que realmente eran todos…
Es por lo tanto lógico no llamarlo sonido, y ya que no era un sonido no tiene sentido hablar de una nota en aquella canción que aun sin música era canción y sin palabras tenía letra.
Y esas palabras, no pronunciadas y aún menos existentes, la llamaban.
Siempre había sido un alma que vagaba sola por entre los bosques, escuchando el rumor del viento y admirando lo dulce que se respiraba el céfiro cuando el invierno tocaba su fin y la primavera comenzaba a salpicar el hielo. Siempre había sido consciente de quién era, de para qué existía y de por qué Jonia era su hogar. Sin embargo, fue a ella a quien llamó la canción, y desde que la escuchó ni en sus sueños más profundos y evocadores puede rememorar cualquiera de esos motivos, ni siquiera despierta encuentra el trance que le daba esencia, y probablemente ni muerta pierda el encanto que le regaló el bosque…
En Jonia las cosas no suelen pasar porque sí. Tampoco suelen tener un motivo, ni nadie para explicarlo. Son sentencias fruto de una magia que no puede ni comprenderse a sí misma. Son conceptos inabarcables, aunque lo inabarcable como concepto lo sea también. Esa noche del año mil ciento doce el poder de los antiguos sentenció un nuevo hecho que se añadió a la gran lista de irrevocables decisiones tomadas por nadie, esas que dan esencia y poder a la isla. Nadie se dio cuenta de que había pasado, pues, al contrario que la mayoría de los cambios que se suceden al noreste, la fuerza y decisión con la que la canción la llamó pasó completamente desapercibida para todos.
Aquella música de silencio la llevó por su paradigma de colores como si el mundo estuviese convirtiéndose en un prisma caleidoscópico a su alrededor, mientras pestañeaba, mientras aprendía de las cosas que nunca había hecho sin ser consciente de estar sufriendo de su adhesión. No hubo luz ni fuego ese día en los bosques. No hubo miedo, ni placer, ni felicidad, ni parálisis, ni se detuvieron las cosas aun sin moverse. El sonido de la canción que cautivaría a todos los hombres se introdujo en ella y eso fue todo lo relevante que sucedió en la isla en aquel día de aquel año del enésimo verano de los veranos del mundo. Y aun sin nadie enterarse, tampoco eclipsaron la fecha que había de verla nacer.
Desde entonces su murmullo vaga por el continente humano. Nadie sabe cómo ha llegado tan lejos, ni cómo aparece para irse dejando rastro pero no recuerdo. Nadie sabe cómo puede alimentarse de placer y deseo, pero lo que sí saben es que aun sin ser conscientes de que existe, hay algo que deja cautivos y tarareando réplicas de su canción de seducción a todos los hombres que tienen la desgracia de cruzarse con ella.
Pero son hombres.
Los hombres no pueden cantar la canción sin palabras que ha de liberarlos, y es por eso que su encanto es, más que efectivo, una parte imprescindible de su biología y de su psique infinita. Igual que su alma sabe que es una fémina e igual que su don es algo por lo que no se pregunta desde el día en que cayó del cielo y la imbuyó de magia. Cosas que nadie se cuestiona por ignorancia, y que ella no se cuestiona por tener cosas más importantes que hacer…
Cosas como jugar a vivir la vida humana que nunca tendrá.
Cosas como hacer creer a todos los hombres del mundo que aun sin ser parte de ella la humanidad late en sus venas, porque sabe que cuando una mentira es asumida por todos pasa a ser la única verdad que existe, y cuando una verdad es la única…
Solo le faltará olvidar su esencia como mentira para poder sumergirla con ella en las sombras.
Para llevarla consigo…
Y ese día el orbe de almas olvidadas que refleja su espíritu y el pasado que ni queriendo recordaría brillará más fuerte.
Y, ese día, su hechizo habrá hecho suyo el mundo que los árboles jonios le mostraron…