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Historia no titulada de lo que fue de una canción onírica.

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Responder al tema Página 11 de 11 [ 104 mensajes ]
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NotaPublicado: 02/Jul/2014, 15:18 
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
El cielo sin mácula se reflejaba en los estanques de aquel rincón de los cinco grandes bosques. Unas flores de suaves tonos púrpuras liberaban una delgada línea de humo violáceo, que subía desde entre sus pétalos hasta las ramas bajas de los árboles, desapareciendo siempre a la misma altura. El aire olía a lavanda y se sentía ligero.
—Me gustan estas flores.
Phi frunció el ceño, sin volverse.
—Tienen un buen tallo. Quizá le pida a mi madre que te estrangule con ellas, al menos así no habrás sido inútil toda tu vida.
El muchacho sonrió, aunque ella no se molestó en mirarlo.
—Creo que he hecho cosas más útiles que ser estrangulado.
—¿Ah, sí? –dudó ella, girándose de repente. Si hubieran sido humanos, sus pobres reflejos los habrían hecho chocar. Pero no lo eran–. ¿Y qué has hecho que sea más útil que entretenerme mientras te ahogas? –se detuvo un instante, pensando–. ¿Ser el favorito de Grinya?
—Soy el favorito de Grinya –concedió él sin dejar de sonreír–, porque se me da mejor escuchar a los bosques que a ti o a ninguno de los otros –hizo una pausa–. No sabía que me envidiabas por eso.
—¿Envidia? –masculló ella, levantando la barbilla con una dignidad bastante impropia de alguien tan pequeño–. Solo me preguntaba si hablar con un árbol sirve de mucho cuando hay una flecha volando hacia tu cuello.
—Todo depende de las circunstancias –concedió él con un resoplido bufón–, pero normalmente, no.
Phi se volvió, dejando que todo su pelo cortase el viento antes de echar a correr de nuevo.
—Oye –la llamó él a su espalda, sin jadear en absoluto mientras saltaban por entre las prominentes raíces y sorteaban flores de tamaños inusitados–. Cada vez eres más desagradable. Es la primera vez que me dices que quieres matarme.
La pequeña se paró en el acto, volviéndose para mirar su rostro. La sonrisa del joven se había esfumado en evanescencias, hasta apenas quedar un leve amago de ella en su expresión.
—Realmente no quiero –concedió finalmente, sin perder la severidad prematura que velaba sus ojos–, pero aléjate de mí ya. Sabes igual que yo que este no es tu sitio.
El niño ensanchó su sonrisa de repente.
—¡Menos mal! –suspiró–. No quiero morir todavía.
Phi frunció los labios, impasible, y continuó con su camino. Creía ciegamente que ambos habían pasado a ignorarse mutuamente, pero la verdad, que en el fondo no le resultaba desconocida, es que ninguno ignoraba al otro en absoluto.


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NotaPublicado: 02/Jul/2014, 20:30 
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Wandering about...
Vecino Honorífico
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Registrado: 28/Oct/2011, 15:27
Ubicación: Daybreak Town
Buen avance de la historia.
¿Me lo parece a mi o hay que estar muy perturbado para encontrar fines asesinos a unas inocentes flores?
Espero más partes de la trama xD
Chuu :3

_________________
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MY CUTIE KIDS



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NotaPublicado: 03/Sep/2014, 14:49 
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Vecino Honorífico
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
Los ojos del barón Rínlar la miraban. Eran ojos vacíos, viciados con gula y tiempo mal empleado, los ojos estáticos de alguien que nunca ha tenido motivos para temer nada. La muchacha dio un chasquido mientras caminaba hacia el centro de la habitación, seguida por los demás. Había cuatro guardias en la sala. Dos los habían seguido tras permitirles pasar, gracias a la oportuna intervención de un cada vez más nervioso Melvin, y los otros dos velaban por el barón en el otro extremo de sus aposentos. El hombre había levantado la cabeza de unos papeles, que leía con expresión desinteresada, y los observaba con el detenimiento propio de quien no suele recibir cierto tipo de visitas.
—¿Quiénes son? –inquirió, volviendo a lo suyo como si los individuos frente a él no tuviesen gran importancia.
Melvin se detuvo un momento, semiconsciente de que era él a quien iba dirigida la pregunta.
—No conozco sus nombres, señor.
—No me importan sus nombres –bufó el barón, quitándole importancia a su propia cuestión con una sacudida de mano–. ¿Por qué están aquí?
Melvin fue a hablar, pero se mordió la lengua un instante, sin saber qué decir. La joven, que estaba a su lado, se dio cuenta al instante. Sonrió.
—Quiero marcharme de este castillo. Quiero marcharme de esta ciudad.
Sus palabras eran cortantes y secas, y, pronunciadas con deliberada lentitud, se precipitaban sobre las marcadas pausas que hacía.
El barón la observó por encima de aquellas pequeñas gafas que llevaba puestas.
—Si estás aquí me temo que no vas a poder irte –a pesar de su forma de emplear las palabras, educada y parsimoniosa, su tono de voz tenía un deje de desprecio que hacía ver lo poco que le importaba lo que sucediese con las personas a su alrededor. Sus ademanes buscaban desesperadamente su propio placer, la tranquilidad que otros habían roto en torno a él, una nueva caída en el vicio monótono que era su vida allí sentado–. De hecho... ¿aún no he ordenado que os maten?
Le dirigió una profunda mirada desde el otro lado de la habitación, la cual no pudo mantener, mientras dibujaba con los labios algún tipo de pregunta. No alcanzó a repetirla en voz alta.
Una albina daga atravesó la habitación, silbando al atravesar el denso aire noble que la llenaba y clavándose en el pecho del barón Rínlar. Los guardias que allí había miraban al hombre, incapaces de reaccionar, al igual que todos cuantos presenciaban la escena. La muchacha se acercó despacio al cuerpo sentado que acababa de atravesar, dirigiendo miradas vacías a todos cuantos se atrevían a clavar sobre ella los ojos. Nadie se movió para detenerla. Nadie dijo nada. Nadie trató de salvar al hombre que había encauzado la gran ciudad de Erea, y cuantos lo vieron agonizar recordaron sus iris perplejos por tanto tiempo como siguieron surcando cada noche la travesía de los sueños.
—Erea es una mentira –anunció la joven, subiendo la voz, mientras recuperaba su arma. No se dignó a mirar dos veces al hombre que moría junto a ella–. Supongo que muchos ya lo sabéis, y que todos sois lo bastante inteligentes para entenderlo ahora –se detuvo–. No me importa que lo sea.
Tomó aire, como si lo poco habitual que le resultaba escuchar su propia voz arrastrase un peso en el interior de su garganta.
—Es, sin embargo, una mentira brillante. No me importa lo que queráis hacer con ella. No me importa si la sinceridad es un valor para vosotros. No me importáis ni me importan las personas que viven aquí, ni los niños, ni las mujeres, ni los ancianos –hizo una pausa para mirar a su alrededor–. Ninguno tiene importancia para mí. Haced lo que queráis con la máscara bajo la que viven. Retiradla, perfeccionadla, destruidla. Tampoco eso me importa.
Dio unos pasos hacia atrás, mirando fijamente a Tiz, aunque no se dirigió a él cuando volvió a hablar. El hombre la miraba impasible, aunque sus ojos delataban cómo estaba grabando a fuego en la memoria cada una de las palabras que ella dejaba ir, por muchas razones que cualquiera podría entender y otras que solo él mismo conocía.
—Sin embargo... –procedió, volviéndose. Su voz enfrió y se hizo más débil conforme continuaba –, hay algo que debéis tener en cuenta antes de tomar cualquier decisión, por nimia que esta os resulte...
Todos le prestaban absoluta atención, aunque algunas miradas se sentían demasiado vidriosas sobre su piel, demasiado ausentes. Los cuatro guardias en la sala se recuperaban lentamente del impacto que había sido para ellos la muerte del barón, y se sumergían involuntariamente en cuanto la muchacha decía.
—Si alguno de vosotros habla sobre lo que ha visto hoy –continuó, bajando la voz mientras tejía su helada amenaza con ella–, si alguno trata de impedir que me marche..., si alguno intenta seguirme... entonces habrá algo que sí me importe.
Volteó su daga en la mano significativamente.
—Os mataré. A todos. Ninguno de vosotros podrá vivir si eso sucede, porque ninguno sabrá nunca cómo esconder algo de mí.
Esbozó una leve sonrisa mientras retrocedía. Su mirada de hielo recorrió la estancia antes de girarse y abandonar el salón Rínlar escaleras abajo, seguida por su propia sombra y nadie más.

Había decidido marcharse del corazón de Erea por donde había llegado, pero encontrar el camino le llevó más tiempo del que esperaba.
El sol le iluminó el rostro en cuanto abandonó el torreón, cegándola un instante. Caminaba a paso firme, con expresión impávida, y la mayoría de los guardias que se la cruzaron no alcanzaron siquiera a darse cuenta de que estaba allí. Los pocos que sí lo hicieron se limitaban a dejarla marchar en cuanto sus ojos caían en la escarcha de los de la joven.
Se preguntó a sí misma varias veces mientras avanzaba cuál era la finalidad de toda aquella moral construida por los hombres. Miraba sin ver hacia el frente mientras recorría con la mente a saltos sus propias palabras, repitiendo hipnóticamente el mensaje que había dejado haciendo eco allá arriba, buscando en él la semilla que ya crecía en las mentes de cuantos la habían escuchado.
Las formalidades de los hombres no le eran desconocidas. No les daba importancia, y normalmente prefería esconderse en las sombras, en el silencio, en el frío.
Pero también conocía las utilidades del teatro, entendía el porqué tras las insustanciales máscaras humanas. Y, aunque nunca le hubiesen supuesto una vía predilecta cara a satisfacer sus deseos, las palabras eran un arma que siempre había sabido esgrimir, por muy a desgana que salieran de ella.
Los túneles subterráneos se encontraban sumidos en absoluta negrura. Su memoria no alcanzaba a trazar una ruta de regreso, así que se detuvo un segundo, quieta como una estatua, tan impasible como impasible se sentía todo cuanto la rodeaba. Aunque consiguiese ubicar una de las salidas a la ciudad, era imposible que consiguiese encontrarla sin luz. Si continuaba a ciegas, lo único que podía asegurarse es un plano mental del camino de regreso a aquel punto, pero tampoco conocía en absoluto qué clase de cosas podían ocultarse en un lugar como aquel.
Se mordió el labio involuntariamente.
—¿Por qué?
La voz hizo eco a lo largo y ancho de las alcantarillas. Era dulce como el ruiseñor en el corazón de un bebé.
La muchacha se tensó, consciente de que se encontraba completamente perdida. Un leve ruido en algún punto frente a ella la hizo orientarse, y permaneció en silencio mientras afinaba su oído en busca de la voz.
Una pequeña antorcha acabó revelándose al girar una esquina de las muchas que se abrían a lo largo de las galerías. No era como las demás que había visto. Apenas desprendía una leve luminiscencia, y el ornamento negro que contenía el fuego era discreto y asombrosamente pequeño. Sin embargo, el círculo de luz que las llamas revelaban era amplio como para poder tantear la dirección al caminar, lo cual le pareció más que suficiente. Agarró una de sus dagas, pensando en asesinar a quien portase aquella antorcha y seguir su camino.
Fue entonces que sus ojos se toparon con el camisón innecesariamente grande que ondeaba frente a ella, danzando suavemente tras los pasos evanescentes de una figura que no pudo evitar reconocer al instante.
Su mirada se afiló lentamente al cruzarse con la de Myrna.
Se observaron un instante. La joven todavía sostenía una de sus dagas por la empuñadura, y su compostura gélida parecía ir a quebrarse en millones de esquirlas de cristal en cualquier momento; esquirlas con las que segar aquella dulce inocencia que emanaba sin pausa la niña frente a ella.
—¿Por qué has matado al barón?
Myrna se acercó a ella despacio, con una expresión algo tierna. Sus iris grises encendían el subterráneo con compasión y misterio, y su presencia, suave hasta casi rozar lo etéreo, parecía ir a desvanecerse como si no fuese más que polvo. Era demasiado menuda para su propio bien.
O demasiado menuda para sufrir algún mal.
—Su sobrina estará llorando en los aposentos de la undécima torre dentro de unos minutos. No puedes contener noticias como esa –Myrna sonrió suavemente, bajando la vista–. Es ingenua y mimada, pero tiene el buen corazón que su familia lleva generaciones sin ver. Espero que la muerte de su tío no extinga eso. No se lo merece.
Los ojos de ambas volvieron a encontrarse. Myrna cruzaba tímidamente las piernas, como tratando de evitar decir las cosas que intentaba decir con lo que decía sin decir nada.
—Sí se lo merece.
El camisón de la pequeña ondeó suavemente mientras se daba la vuelta y echaba a andar de nuevo. Los finos dedos de la joven a la que dejaba atrás apretaron un poco más fuerte el arma que sostenía.
—Ven. Te sacaré de aquí –murmuró Myrna sin dejar de andar, dando saltitos. Solo apoyaba la punta de sus pies descalzos en el suelo, y ponía extremo cuidado en que así fuese, como si el más mínimo error fuese a hacer su piel pedazos.
La muchacha no se movió por un instante, así que la pequeña se giró y la contempló con una sonrisa resplandeciente como la sangre del sol.
—A no ser que prefieras encontrar el camino sola. ¡Las personas que se pierden en los túneles de Erea a veces se mueren! –ensanchó su sonrisa hasta crear una mueca que casi parecía dolorosa–. Sería muy curioso ver a alguien como tú morir de esa forma. Y bueno, tampoco creo que quieras darte la vuelta. Las palabras hacen eco en la mente de las personas hasta dominarlas y hacerlas creer ciegamente en cuanto dicen, pero no suele durar para siempre, y menos con gente con tanto sentido del deber como los guardias reales. ¿O te deben lealtad ahora?
La joven se mordió el labio.
—¿Cómo...?
—¡Buena pregunta! –interrumpió Myrna–. Las respuestas son tesoros maravillosos, así que espero que sepas guardarlas con el tesón que merecen.
Sonrió de nuevo mientras echaba a correr a saltitos hacia delante, como si el hecho de que la joven la siguiese o no hubiese perdido cualquier rastro de importancia.
Con un suspiro y un ademán seco, la muchacha echó a andar en silencio tras su guía, ambas dagas en mano.


El viento entre las ramas y el discurrir del río arrullaban los ancianos recuerdos de los árboles élficos.
—Todavía canta el alba.
Iweia contemplaba los dibujos en el agua dulce de pie, con su porte altanero e inteligente cubriéndola con la misma naturalidad con la que lo hacía aquel vestido amarillo pálido que llevaba.
—Las canciones del bosque son hermosas, Phi. Confío en que estés aprendiendo a escucharlas –se giró para observar a su hija, que había llegado corriendo por entre los árboles segundos atrás.
La única mancha sobre el despejado cielo la suponía el cénit del sol. Los ojos de Iweia se encontraron con su hogar, aquella gran casa de arquitectura portentosa y frugal, casi como un pequeño palacio. Vio en ella sus ambiciones y los sueños que arrastraba desde niña, pero, como tantas otras veces había hecho, pasó de largo y dejó caer el peso de su mirada sobre la pequeña. No venía sola.
—¿Otra vez tú? –preguntó con suavidad. No había deje de desprecio en su voz, pero sí una superioridad clara. Su voz vibraba con rechazo ante la idea de que algo no merecedor de su atención estuviese ocupándole tiempo.
—Lino, hijo de Adeia, del otro lado del puente –el muchacho hizo una pequeña reverencia, sonriente–. Acompañaba a Phi a casa.
Iweia lo contempló como quien observa el discurrir de las nubes: con el escaso interés que le merecía.
—Nuestros bosques no son peligrosos –aclaró–, Lino, hijo de Adeia. Phi sabe regresar sola, y no hay nada de lo que debas ni puedas protegerla aquí.
Lo miró con toda la severidad que no supo guardarse para sí, y pestañeó con exagerada lentitud.
—Puedes irte.
El niño observó a la mujer, que no había apartado la vista de él. Terminó por despedirse con un movimiento conforme de la cabeza, marchándose a buen paso por entre la maleza.
Phi parecía columpiarse entre la conformidad y algún tipo de inquietud.
Iweia observó a su hija en silencio, sin decir nada. Hacía mucho tiempo que la miraba así, aunque en el fondo ni ella misma sabía por qué lo hacía, no entendía esa preocupación, una que nunca había sentido por la otra de sus hijas.
Los conflictos entre los cinco grandes bosques eran delicados e insalvables. Todos los elfos, hasta los niños, sabían de su existencia, y la mayoría sabían también de su naturaleza, al igual que sabían que, desde hacía ya mucho tiempo, cada uno de ellos se gobernaba de forma independiente. El trato con los humanos era solo uno de los muchos problemas que azotaban a diario las tierras élficas, y, para la mayoría, estaba muy lejos de ser el más importante.
Iweia suspiró mientras su hija pequeña se dirigía hacia la que era la casa de ambas, sin decir nada, como si la propia compostura que quería mostrar le pesase demasiado.
Al fin y al cabo, a ojos de los elfos, Phi y su hermana eran poco menos que princesas.


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NotaPublicado: 04/Sep/2014, 07:42 
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
—Así se hará –masculló Melvin, con la expresión completamente indescifrable.
Tiz se giró, miró a Svend un momento y echó a andar hacia la salida, con la prisa en sus pasos disimulada de forma pobre.
Zyra Rínlar se cruzó con el hombre que salía de la estancia. Sus ojos verde pálido brillaban entre llorosos e incrédulos, pero ninguno de los dos se fijó en el otro. La muchacha, que debía rondar los veinte, echó a correr a través del salón, ignorando a todos cuantos allí se encontraban. Las lágrimas comenzaron a caer sin pausa por sus mejillas. Se arrodilló y tomó el rostro del barón entre las manos, rota, con la compostura quebrada como una rosa de vidrio. Sus sollozos cortados desembocaban en cascadas de eco, que se desprendían estruendosamente por la habitación. Su pesar era todo cuanto rompía el silencio.
—Tío... –susurró, abrazando el cadáver al que ya no sabía cómo aferrarse.
Su rostro se contrajo en una mueca; el cabello caoba le cubría la cara, inundada en lágrimas. Melvin la contempló, expuesto por enésima vez a su belleza; era bella hasta lo absurdo, demasiado bella para ser evocada en plenitud con la memoria. No era posible encontrar algo del barón en aquella mujer, pues nada de él en ella había.
El hombre se arrepintió al instante de pensar algo así en una situación como aquella en la que se encontraba, pero ni su voz ni sus ojos lo dijeron, además de que nadie estaba mirándolos.
—Zyra –murmuró finalmente–. Erea es tuya. Todo cuanto tu tío poseía, es tuyo. Todas las personas que aquí viven están bajo tu mando, y la ciudad prosperará en función de tus decisiones. Es así la voluntad de la guardia de los Rínlar, al igual que era la voluntad del barón.
La muchacha se incorporó lentamente, dándole la espalda a Melvin de forma exageradamente intencionada. Se secó los ojos con la manga de su vestido, sin ningún tipo de reparo, y se volvió.
—Ahora se espera de mí –enunció, tragando saliva. La pena y sus lágrimas continuaban atenazándole la garganta, y, sin embargo, su voz sonaba clara y segura– que diga que es un honor ocupar su lugar. Que prometa hacerlo lo mejor que pueda.
Dio unos pasos hacia delante. Svend, a quien nadie prestaba atención, dio unos pasos hacia atrás a la vez que ella, mirándola embelesado con ingenuidad, como si ni siquiera supiese dónde estaba.
—Todos esperáis que esconda mi regocijo, que finja que no me alegro por conseguir el cargo, que llore todas mis lágrimas de mentira por su muerte y que luego el poder que siempre he anhelado me consuma –continuó. Una lágrima solitaria mojó su mejilla, acariciándola–. Pero no necesito fingir lágrimas. No necesito seguir el guión que todos habéis escrito para mí con vuestras expectativas. Hoy es el primer día que cualquier de vosotros me mira y realmente me ve como algo más que una niña, y ya no es momento para que ninguno os atreváis a mirarme como algo más. Es demasiado tarde para que cojáis a esta niña y la coloquéis como una pieza de vuestro juego.
Los observó a todos, aunque su mirada húmeda no escondía más que impotencia. Le temblaban las manos.
—¿¡Qué voy a conseguir jugando!? –preguntó, alzando la voz hasta casi gritar–. ¿Que me maten? No estoy por encima de todas esas personas ahí fuera, ni es remotamente posible que cuide del destino de todos. ¿Qué barón lo ha hecho? ¿Lo hacía mi tío? ¿Mi tío se preocupaba por esas personas ahí fuera? ¿Se preocupaba siquiera por vosotros?
Tomó aire. Su voz sonaba ahogada. Había empezado a llorar de nuevo, aunque se mantenía completamente erguida, probablemente buscando conservar la entereza de forma inútil.
—No quiero venganza. No quiero saber nada de quién mató a mi tío –afirmó, echando a andar hacia la puerta. Se tambaleaba y temblaba, pero su rostro ahuyentaba cualquier posibilidad de que alguien le ofreciese ayuda–. No quiero jugar con las personas que viven aquí. No quiero que nadie suba a buscarme. No quiero más noticias. No quiero...
Abandonó el gran salón por la puerta entre una retahíla de susurros. Su llanto volvió a irrumpir en la habitación, traído por el eco imparable que llenaba las escaleras.
Cuando el sonido se desvaneció, la estancia cayó en el más profundo de los silencios.
Melvin miró el suelo, incapaz de reaccionar. Uno de los guardias, sin embargo, avanzó hacia él y puso una mano sobre su hombro.
—No te preocupes.
Abrió la boca como para decir algo más, pero se detuvo. Después se marchó también, y los otros no tardaron en seguirlo. Svend terminó por despertar de su trance no meditado, pestañeando, como si acabase de darse cuenta de todo cuanto había sucedido a su alrededor. Se percató de que lo único que le quedaba por hacer allí era marcharse, y la idea de no tener dirección que tomar le golpeó la conciencia como un martillo helado. Se quedó observando la habitación un instante, impactado por el hecho de que el nombre de su familia no pudiese sacarlo de allí. Sus ojos observaban el cuerpo sin vida del barón Rínlar, que nadie se había molestado en retirar del lugar, y se preguntó si realmente el hecho de ser quien había sido tenía valor. Se preguntó si a él le habría parecido más importante tener una ciudad como Erea bajo mando o una persona que cargase con su cuerpo al morir.
No se respondió a sí mismo, pero, al menos, la pregunta le hizo emprender finalmente el camino de las escaleras.


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