El hombre estaba tan solo en la habitación como una piedra al fondo de un arroyo, sin recibir el tosco tacto de piel humana alguna durante decenios; estaba tan solo como lo estaría la poesía de la existencia que se escribe a sí misma si no fuésemos todos nosotros parte de su irrelevante esencia.
—Es la hora –se oyó pronunciar con claridad a una voz femenina y hueca, tan alejada que resultaba ridículo siquiera que el eco la llevase consigo hasta la habitación. Sin embargo, estaba allí.
La figura, encorvada por la edad, asintió en silencio para sí misma mientras se levantaba de la mesa con parsimoniosa lentitud, poniéndose así en pie. Observó la luz de la vela que iluminaba su demacrado rostro anciano; cómo se tambaleaba y perdía fuerza, dando un aire tétrico a las paredes de caoba que cerraban la estancia. Acercó una de sus arrugadas manos a los tablones que formaban aquella superficie inestable e irregular como lo era la piel de su cuerpo, la recorrió con los ojos entrecerrados en un sucedáneo de lentitud cuyo fin ni él sabía concretar.
Pasaron unos minutos durante los cuales sus pasos fúnebres recorrieron varias veces el total de la habitación, pero hubo de terminar su andar a la vida frente a una estantería tan vacía como vacuo era el color de sus sabios iris.
Sobre uno de los estantes se encontraba un libro polvoriento, más gris que la suciedad como tal, más gris que los cortos y fugaces mechones de pelo que se arremolinaban víctimas y amigos de la edad sobre su frente. Cogió aquel gran libro con las dos manos, sabiendo que hacía mucho ya que no contaba con las fuerzas que una vez habían sido sus fieles compañeras. Pasó su vieja palma sobre el lomo, provocando que un pequeño torbellino de polvo se elevase frente a él, y comenzó a andar hacia la única puerta que llevaba al exterior desde el habitáculo.
Afuera, el viento silbaba las canciones más hermosas que jamás hubiesen sido escuchadas, aquellas que mejor se amoldaban a lo que él era, lo que había sido y lo que había hecho que esas cosas fuesen como son. Él solo escuchaba una parte de su tañido, pero, aun así, este templaba su alma de una forma en la que nunca nada lo había hecho.
Cuando abrió la puerta, la lluvia comenzó a desplomarse sobre el bosque.
Caminó bajo los cielos lejos de aquella cabaña que lo había abrazado en silencio tanto tiempo, con aquel libro aferrado fuertemente contra su pecho, hasta que llegó a un claro en el que ardía el fuego más espectacular que la naturaleza sería capaz de alimentar. La lluvia misma parecía hacer crecer las lenguas que las llamas dibujaban como manos ansiosas ante la idea de atrapar la luz de las estrellas.
Había doce mujeres alrededor de la hoguera, todas encapuchadas y con la hipnótica voz de la más bella de las sirenas. Cantaban al unísono y a la vez las rodeaba silencio, como si una epifanía de magia y quietud las cubriese cual manto inverosímil, encerrándolas en la libertad de aquellos que no desean cambio alguno.
El hombre se acercó al fuego observándolas. Sabía qué debía hacer, sabía por qué era necesario que lo hiciese y sabía también que era lo justo, pero, aún así, dudó un momento antes de dejar que el libro que había guardado como un tesoro por tantos años cayese directo hacia la destrucción y se incendiase en azufre. Sus ojos empalidecieron un instante mientras los matices y retorcidos pliegues de la canción comenzaban a sonar con más fuerza, mientras comenzaba a escucharlos todos, sin excepción, mientras se perdía en ellos hasta alcanzar lugares de los que nadie puede regresar nunca.
Dicen que cuando mueres la vida desfila tras tus ojos como una oda de perdición y memoria, como un destello de paz o de miedo, como un recordatorio que enjuicia cada una de tus acciones, o que te permite hacerlo por ti mismo.
Sin embargo, era algo muy diferente lo que se escribió en la última de las páginas de aquel libro mientras este ardía entre paz, música y sueños.
El tiempo me trajo recuerdos, y la vida tiempo para recordarlos.
Sin embargo, nunca he recibido un regalo como el que la muerte guardaba para mí. Sé que ahora no puedo afirmar ser nada, y sé que para muchos no lo soy, pero mi voz canta en cada uno de los recuerdos que una vez bailaron conmigo a través de la dulzura de la memoria. Sé que muchos llorarán al saber que ya no estoy vivo, pero si pudiera yo sonreiría ante la perspectiva de haber terminado por fin.
Ha sido un camino largo el que he tenido que andar soportando la mayor de las cargas, pero hoy de una vez puedo hablar sin voz e incendiar el final de la historia que nunca contaré a nadie. Podría haber muchas formas de cerrarla, muchas maneras de hacer que todo concluya de la forma esperada, incluso de algún modo que roce lo sincero, pero no creo que ninguno de esos epílogos sea el que mi orgullo se merece ahora que se desvanece entre todo lo demás.
Como despedida a mi propia existencia solo diré que si algo me hace feliz ahora que ardo con mis recuerdos, es saber que he conseguido soportarme a mí mismo hasta el final.
Y, aunque muera mi orgullo, volarán por el mundo nuevas cenizas hoy, todas ellas testigo de cómo hoy resplandece por última vez al saber que ha llegado la última de las líneas.
No me queda tiempo para pensar en el mejor de los finales que nadie, desde su plenitud muda e infinita, pudiese desear leer, así que no haré como si lo tuviera y dejaré que el último resto de polvo de estrellas se lo lleve en silencio la ausencia de coherencia que siempre acompañará a lo que fui.
Esa noche voló un ángel sobre la medianoche. Algunos dijeron haberlo visto, pero todos olvidaron haberlo hecho no muchos años después.
Lo hicieron porque, como toda la magia, los tesoros que llevamos con nosotros en los recuerdos no pueden esconderse más que en el libro de la memoria, de cuyos márgenes no tenemos ni tendremos nunca consciencia a pesar de existir gracias a lo irremediable e ilícito de nuestras propias ilusiones ilusas.
Al yo que pueda leerme desde el eclipse de la experiencia.
07/02/2014