“Las cosas claras y el chocolate espeso” Llamar a las cosas por su nombre. Cuando el monje español fray Aguilar envió desde América las primeras muestras de la planta de cacao a sus compañeros de congregación del Monasterio de Piedra para que las dieran a conocer, al principio no gustó mucho por su sabor amargo, siendo utilizada solo con fines medicinales. Más tarde, a unas monjas del convento de Guajaca (luego Oaxaca, nombre que le dio Carlos V en 1532 por su extensa zona de árboles de guajes) se les ocurrió agregar azúcar al preparado de cacao, causando furor el nuevo producto en España y poco más tarde en toda Europa. Fueron tiempos en que la Iglesia se debatió entre si la bebida rompía o no el ayuno pascual, al tiempo que el pueblo discutía sobre cual era la mejor forma de tomarlo: espeso o claro. Para unos el chocolate se debía tomar muy cargado de cacao, chocolate espeso o “a la española”; mientras otros se inclinaban por la forma “a la francesa”, más claro y diluido en leche. Finalmente ganaron los que se inclinaron por el chocolate “cargado”, y la frase “las cosas claras, y el chocolates espeso” para llamar a las cosas por su nombre. No hace muchos años aún circulaba una variante en la que la palabra “cosas” se sustituía por “cuentas” para referirse a las deudas de las personas.
“Hay gato encerrado” Se dice cuando desconfiamos de alguna cosa o nos da en la nariz que hay algo turbio en algún asunto, alguna causa o razón oculta. Para encontrar el origen de esta expresión debemos trasladarnos a los siglos XVI y XVII (Siglo de Oro) cuando se puso de moda llamar “gato” a la bolsa o talego en que se guardaba el dinero. Era habitual llevarlo, como remedio a posibles hurtos, escondido entre las ropas o guardado a buen recaudo en algún lugar de la casa. La víctima en el punto de mira de los ladrones solía ser vigilada para ver si tenía dinero y donde lo llevaba. La consigna que se daban entre sí los amigos de lo ajeno consistía en decir si allí había ”gato encerrado” o, lo que es lo mismo, una bolsa con dinero escondido. Hechas con piel de ese animal, se les empezó a llamar popularmente “gatos” a las que podían contener riquezas desconocidas. Aunque hay quien afirma que por ese nombre también se conocía a los pequeños rateros que hurtaban con astucia y engaño (la RAE así lo recoge), una habilidad que recuerda al comportamiento de los gatos.
"Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija."
El refrán original «Quien buen árbol se allega, buena sombra le cubre» aparece en «El Libro del Caballero Zifar» compuesto hacia el año 1300, probablemente por un clérigo de Toledo, y que está considerado como el primer relato de aventuras de ficción en la prosa española.
Este antiguo refrán presenta un problema gramatical, ya que debería ir precedido de la preposición «A» que marca el complemento directo.
La expresión ‘aquí hay gato encerrado’ suele utilizarse cuando desconfiamos de alguna cosa o nos da en la nariz que hay algo turbio en algún asunto.
Para encontrar el origen de esta expresión debemos trasladarnos hasta los siglos XVI y XVII (también conocida esa época como Siglo de Oro) en el que se puso de moda llamar gato a la bolsa o talego en el que se guardaba el dinero.
Era habitual llevar alguno de estos ‘gatos’ con sus respectivas monedas escondido entre las ropas o guardado a buen recaudo en algún lugar de la casa, como remedio a los posibles hurtos.
La víctima que estaba en el punto de mira de los rateros era observado para ver si tenía dinero y donde lo llevaba, por lo que la consigna que se daban entre sí, los amigos de lo ajeno, era diciendo que había allí había ‘gato encerrado’ o, lo que es lo mismo, una bolsa con dinero guardado y/o escondido.
Lo que no se sabe con total seguridad es el porqué a este tipo de monederos se les dio el nombre de gato, habiendo quien indica que la razón era porque, originariamente, se confeccionaban con la piel de estos felinos y otros señalan que era el nombre coloquial utilizado en aquella época para llamar a los rateros que hurtaban con astucia y engaño (la RAE así lo recoge), puesto que estos ladrones tenían una habilidad que recordaba al comportamiento de los felinos.
Se trata de una expresión que entraña un juicio bastante apresurado de las personas. A partir de ella, el autor o quien la dice, considera que puede obtener un acabado perfil de una persona determinada por el sólo hecho de conocer a algunos de los individuos con los que se junta habitualmente. Lo cierto es que la sentencia, de antigua data, indica que las personas que nos rodean hablan de nosotros mismos pues, al menos, algún punto en común debemos tener con ellos.
"Un día cierto pobre solicitó una entrevista con el cardenal Mazarino para hacerle saber la penuria que padecía. El cardenal consintió en recibir al menesteroso con la condición de que expresara sus deseos en dos palabras:
El pobre dijo:
-Hambre, frío.
Mazarino volviéndose hacia su secretario, dispuso:
Cuenta la historia que una vez se acercó a Aristóteles un hombre muy prolijo en palabras. Tanto y tanto hablaba que al final terminó por pedirle excusas al filósofo. Aristóteles respondió: Hermano, no tenéis de que pedirme perdón, porque estaba pensando en otras cosas y no os he entendido una sola palabra.
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