Muchas veces me llegué a preguntar si todo seguiría igual. Han pasado cuatro años y la respuesta lógica es no, pero queda esperanza de que todo lo que conocía siga queriendo renunciar el cambio.

Mi primo, un año mayor, siempre me había sobre-protegido incluso en los momentos más innecesarios. Muchas veces fue molesto, pero ahora me apena pensar que a mis diecisiete años ya no querrá volver a protegerme.
Siempre que me veía alzaba el brazo al cielo, lo más estirado que su anatomía le permitiese, para que todo el mundo se enterase de me estaba esperando a mi.
Ahora que lo pienso creo que estaba orgulloso, y yo no supe apreciar eso en su debido momento.

En mi colegio de Italia no había nadie -no exagero- tan alto como él, y eso me hacía sentir mal. Todo el mundo allí era de mi estatura, y de ser mayores, tan solo lo eran por unos cinco centímetro como máximo.

No me costó aprender el idioma, ya que disfrutaba al esforzarme en ello. Además siempre visualizaba la imagen de mis amigos de infancia pronunciando de una manera estrepitosa el italiano pensando que era gracioso -y lo era- todos los viernes a la hora de salir del instituto, cuando me llamaban desde mi patria.

Había un chico que había llegado al colegio nuevo el último año antes de que mi padre fuese trasladado al país mundialmente famoso -aunque creo que hay mil cosas mejores- por la pizza. Aquel chico en cuestión tenía el cabello de un rubio muy intenso que fue perdiendo lo que hace al rubio tan atractivo a lo largo de los años, aunque yo me enteré por fotos, debido a que le había dado por teñirlo en contables ocasiones de rojo fuego.
Ese chico fue el que me consoló cuando me enteré de la por aquel entonces desgracia que era el irme a vivir a otro mundo. Allí en Italia la gente no era así; a la gente le costaba abrirse -aunque acababan consiguiéndolo- a los forasteros, y eso fue otra de las cosas que más lamenté en su día.

Una chica, más concretamente la que iba por delante mio en la lista de clase, y con la que siempre hablaba de nuestros vídeo-juegos preferidos en el autobús cuando nos dirigíamos al colegio, me enviaba todas las navidades un mensaje contándome lo mejor que le había ocurrido en aquel año.
Al parecer en cuatro años se había teñido de rosa un mes hasta que se arrepintió, se había enamorado unas ocho veces, y se había apuntado a unos cuatro deportes distintos. Actualmente se dedica a la natación.

Toda esta gente me sorprendía día a día, pues yo soy un chico tranquilo, que se ríe cuando algo hace gracia de verdad y no cuando cree que es el mejor momento para ello. Siempre pensaba que algún día se cansarían de mi; que eran demasiado buenos para alguien como yo.
He conocido a un montón de gente, y me he enfadado con otra tanta.
Mis padres deben pensar que los odio, pero no es verdad. Es solo que soy un adolescente y que me han alejado nada más y nada menos que cuatro años de mi hogar. Aunque fuera por un tema que me da de comer siempre me dio mucha rabia, sintiéndome egoísta por sentir algo tan desagradable.

Espero que mañana, cuando regrese, mi primo esté en el aeropuerto con la mano alzada gritando mi nombre con un triste acento italiano. Espero que mis amigos le sigan el juego y empeoren aun más su inexistente italiano.
Sé que aquel chico rubio estará con ellos, ya que aunque no de la infancia se trataba de un amigo, y yo siempre he dicho que el tiempo daba igual, que lo importante es la intensidad de lo vivido.
Estoy impaciente por llegar a mi tierra y enviarle un mensaje con el móvil a aquella chica que una vez me sorprendió hablando de Dragon ball -pues su rostro de porcelana indicaba a primera vista que era más de Barbie se va de vacaciones- contándole que había vuelto, que ahora en navidad podríamos quedar, y que ya era hora de hablar del nuevo Super Smash que estaba por llegar.

"La amistad por encima del conocimiento.
Preferiría perder la inteligencia y volverme un cascarón inservible sin nada útil que aportar que perderte a ti y a tu felicidad."