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Hoy es el cumpleaños de:
Lilu
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Renaissance |
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Publicado: 23/Feb/2014, 05:08 |
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
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Las calles de la ciudad eran recorridas por una multitud cada vez mayor conforme el centro de la metrópoli se acercaba. Todas aquellas personas escribían sus propias historias al caminar, de la misma forma en la que ella, incapaz como cualquiera lo sería de escapar de las leyes del mundo, memorizaba la suya a cada paso. Había muchos tipos de comercios a lo largo de los callejones, variopintos y diferentes como lo es cada una de las pecas que comparte una misma piel. Las avenidas principales, de suelo gris perla en piedra, se bifurcaban en otros caminos más estrechos, que a su vez se rompían en callejones de aspecto cada vez menos agradable hasta llegar a la periferia. Vista de ese modo, Erea parecía tener forma radial, y su corazón parecía ser el punto esencial que bombeaba gente a través de las calles hasta los suburbios más pobres. La ciudad era más grande de lo que parecía, pero no era fácil hacerse una idea de ello simplemente caminando, pues las formas de los edificios y sus arquitecturas carecían de patrones, y más bien parecían estar destinados a condicionar el campo de visión de quienes recorrían aquellos suelos sin conocer a dónde se dirigían sus pasos. A pesar de ello, si una de ellas se adhería a otra mayor era fácil saber que esta se dirigía al centro, por lo que perderse se planteaba harto complicado. La tarde estaba a punto de comenzar a decaer cuando un cruce reveló a su derecha una larga vía, que conectaba el punto donde se encontraba con lo que parecía ser el núcleo real de la urbe. El castillo que le revelaron sus ojos, amurallado una segunda vez aun dentro de las barreras que aislaban Erea del mundo, era demasiado maravilloso para poder creer ciegamente en su existencia a primera vista. Espirales de mármol blanco dibujaban torreones que parecían desafiar al cielo mismo, alzándose tan alto como los muros que separaban la capital de todo cuanto se extendía más allá. Cuanto sucedía allí parecía ser, por deseo de la ciudad misma, algo completamente ilusorio, extraído de un mundo demasiado complejo para ser asimilado, de un mundo demasiado susceptible a problemas. La muchacha caminó en dirección a las altas murallas de cuento de hadas largo rato, pues no era su deseo denotar prisa alguna. Su expresión tampoco la hacía parecer cansada, ni interesada en absoluto, o fría. Solo estaba hueco. Y es que, cuando uno no sabe quién le escucha, lo más sabio acostumbra a ser comportarse como si todos lo hicieran. La calle terminaba abruptamente, como si el manto de piedra que envolvía el castillo hubiese sido colocado allí de forma posterior. Desde allí no podía verse nada que estuviese más allá, pero no era más visión lo que quería, así que se quedó quieta un momento, con la palma de su mano sobre la fría superficie, y luego giró a la derecha y echó a andar una vez más. Rodear la muralla le llevó casi una hora, pero no pudo encontrar una sola entrada por la que acceder al castillo. La pared perlada era tan suave y sin mella que no parecía ni remotamente posible escalarla, y no había guardias ni responsable alguno que se encargase de velar por la seguridad de quienes se encontraban dentro de la edificación, aparentemente. —Vaya, vaya… –canturreó una voz a su espalda. La muchacha sabía de su presencia desde hacía varios minutos, pero no la consideraba algo digno de mucha importancia. Se giró, impasible, y contempló cómo la sonrisa de Svend la saludaba. El joven se encontraba apoyado contra un edificio del final de la calle, enseñando sus perfectos dientes en una mueca que mezclaba por igual curiosidad y sorpresa. —Mentiría si te dijese que esperaba encontrarte aquí –dijo cordialmente, tratándola como solo lo hacen los viejos amigos, cosa que ellos no eran–, igual que mentiría si te dijese que no he pensado en ti en este tiempo. Inclinó la cabeza hacia ella, como reverenciándola. Su forma de dirigirse a la muchacha hacía que pareciese completamente hueco en personalidad, como si no hiciese más que repetir los patrones que había memorizado para relacionarse con cuanta mujer se cruzase en su camino, una vez tras otra. Sin embargo, en su mirada brillaba una chispa de inteligencia. No era demasiado intensa, ni resplandecía de esa forma especial propia de aquellos que realmente se preocupan por su existencia. Tampoco era una inteligencia aguda, ni ágil, ni certera o precisa. Era esa inteligencia simple que puede convertirse en todas las demás aun sin haber sido cultivada nunca, una inteligencia incapaz de inspirar temor. —¿Me permitirías invitarte a dar un paseo? –pidió delicadamente, extendiendo una de sus manos sin mácula hacia la joven. Ella la miró un instante, y después, para sorpresa de Svend e incluso para la suya propia, la tomó con una sonrisa. —Por supuesto –su voz sonó impersonal, como si tan solo imitase cuanto podía ver en la gente que la rodeaba, pero resultaba sin embargo heladamente encantadora. Se pusieron en camino en silencio, y la máscara impávida de la adolescente volvió a cubrir su cara en cuanto el joven dejó de fijarse en ella. Svend guiaba de un modo u otro sus pasos, pues eran los suyos los que se sentían más seguros. La muchacha no tardó en darse cuenta de que, al contrario que ella, ya conocía la ciudad, y se aprovechó de ello para aprender qué calles transitaba según el sitio al que necesitase ir, cuáles evitaba sin mencionar estar haciéndolo y cuáles hacían que le cambiase la mirada. —Svend de las tierras del norte vive más al norte, me temo –comentó un rato después, sonriente–, pero este siempre es un buen lugar en el que parar. Una ciudad llena de misterios, ¿no te parece? Aunque algunos son menos misteriosos de lo que probablemente creas. La miró de reojo, con picardía esparcida a lo largo de su expresión jovial. Señaló brevemente las murallas que se elevaban alrededor del castillo del centro de la ciudad, con un ademán desinteresado, y su sonrisa se ensanchó un instante antes de que volviese a hablar. —El barón Rínlar es un poco diferente a los otros once –comentó, mirando alrededor de ambos como si cualquiera pudiese estar escuchando lo que no debía. Su rostro se veía relajado, pero en sus ojos brillaba una leve chispa de preocupación ante las palabras que estaba diciendo–. O quizá sea más apropiado decir diez, dadas las circunstancias. Contrajo la cara de forma indescifrable antes de proseguir, denotando una gran serie de sentimientos encontrados. Al parecer, lo sucedido en el baile de máscaras no había dejado a muchos indiferentes, cosa que a ella hacía de todo menos disgustarla. —Cuando el primogénito de la casa de los Rínlar heredó la baronía, lo primero que hizo fue mandar construir ese muro. Según dicen, piensa que aquellos que no han nacido dentro de las familias nobles de sus tierras no merecen mezclarse con los que sí, y se cree que las murallas no existen más que para separar a los dos tipos de individuos que –su mirada se perdió frente a él, ausente y soñadora como lo es la brisa en primavera–, para el barón, no deberían juntarse jamás. La muchacha escuchó cuanto Svend decía con atención, pero sin expresar emoción alguna al respecto. Anotaba cuanta información adquiría detrás de sus pupilas, a una velocidad tal que podría competir con la luz que nace dentro de las personas al morir la soledad en ellas. Su mirada perdida era fría como el instante de reencuentro con uno mismo al abandonar compañías indeseadas, ausente como la decadencia de los moribundos, inteligente como un olmo crecido en los bosques élficos. —Nadie fuera de él conoce cuanto el corazón de Erea esconde –prosiguió el joven, bajando la voz–, a excepción de unos pocos hijos de la baja nobleza, aquellos que acceden a trabajar para el barón más allá de su hogar. Solo ellos y los prisioneros pueden entrar en el castillo, bien para otorgar información sobre las tierras de más allá… o para no salir de él nunca. Svend sonrió. Sus ojos volvían a cortejarla, llenos de aquella educación llevada al extremo que rechinaba en los oídos de la muchacha hasta convertirse en impertinencia. —Nadie sabe cómo lo hacen –añadió poco después, como quitándole importancia–, y probablemente nadie quiera saberlo. El personal externo del barón suele ser bastante… estricto en cuanto a seguridad. No sé si me explico. Miró a su alrededor con elocuencia, dando a entender que cualquiera podría estar registrando cuanto ambos decían sin que se diesen cuenta, con precisión felina. La joven ahogó un suspiro antes de que este tomase siquiera forma. Aquello era demasiado estúpido para resultarle interesante, y la sola posibilidad de que alguien la escuchase sin darse ella cuenta le parecía tan remota que, en su mente, rozaba lo imposible. Sus pasos acompañaban al cielo, que comenzaba a revelar una pálida luna de brillo salvaje en lo alto mientras la noche se acercaba, una luna capaz de cantar canciones de amor al más sereno de los hombres hasta arrastrarlo a lo horriblemente retorcido de la demencia. Comenzaba a hacer frío. —Me marcho –anunció ella, rotunda como lo era la percusión del metal. —Lo sé. No era la respuesta que se esperaba, pero tampoco le importó. El avance de ambos se había detenido al mismo tiempo que el sol terminaba de ocultarse en un horizonte que ninguno alcanzaba a ver. La joven giró hacia un lado y echó a andar de nuevo, dejando atrás a Svend sin más explicaciones. Apenas había dado una curva cuando se dio cuenta de que estaba siguiéndola. Frunció los labios en una leve muestra de irritación, y se volvió, rápida como el pensamiento mismo, retrocediendo hasta donde su cuerpo había estado segundos antes. Las dagas, que solían pasar extrañamente desapercibidas en sus manos, presentaban filos resplandecientes entonces, parejos al eco de las estrellas. —Pensé que no tendrías a dónde ir –murmuró Svend, saliendo de detrás del edificio donde se ocultaba. No había perdido la sonrisa, a pesar de que la muchacha armada frente a él no tenía en absoluto una expresión agradable pintada en la cara. Por suerte para ambos, la calle en la que se encontraban ya estaba vacía. —Yo siempre tengo un lugar al que ir –dijo ella. Su voz sonaba ligeramente rasgada, como la cuerda de un laúd que suena después de permanecer mudo años. El frío que salía de su garganta no podía compararse al mediodía de verano que era la noche en comparación–. Todos lo tenemos. Sus últimas palabras sonaron como un siseo, pero eran sinceras y fuertes, las palabras propias de quien solo dice cuanto puede afirmar con total seguridad. —Las personas como tú siempre pueden refugiarse en la muerte –continuó, con sus iris brillando de forma salvaje–, y yo siempre puedo refugiarme en cuanto poseen aquellos a quienes mato. ¿Crees que tienes algo por lo que merezca la pena que te mate, Svend? Su voz recorrió el espacio que los separaba sin emoción alguna, como la pregunta que rasga el aire aun habiendo sido respondida horas atrás por una mente demasiado aguda para no resolver el enigma que esconde. —Probablemente no –reconoció él. Su sonrisa se había hecho más amplia. El rostro del joven parecía estar más tranquilo que nunca, a pesar de estar a unos pasos de aquel acero asesino, el mismo que parecía observarlo con la intensidad salvaje con la que la muchacha lo hacía–, pero quizá sepa cosas por las que merezca la pena mantenerme vivo. Se miraron un instante. Después ella suavizó la expresión, como si toda aquella charla hubiese dejado de interesarle. —No le temes a la muerte –murmuró finalmente–. Sea yo quien te mate o no, eso te hará abrazarla pronto. Inclinó la cabeza, como invitándole a seguir el camino que más le apeteciese, y después continuó con el suyo. Era consciente de que una silueta de cabello rubio seguía sus pasos, pero no le importaba lo suficiente como para detenerse de nuevo. Era la silueta de un hombre demasiado cobarde para no esconderse en valentía, joven e incauto como solo alguien dotado de esa juventud puede serlo. Sus ojos eran verdes como el aliento de la tierra. Su piel, tan suave como el terciopelo de las cortinas de luz de luna que cruzaban allí donde los llevaba su caminar. Era la silueta de un hombre demasiado estúpido para alejarse del corazón azul de quienes nacen asesinos.
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Renaissance |
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Publicado: 24/Feb/2014, 01:32 |
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
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La posada La Jarra Rota no era el lugar más acogedor al que acudir en Erea en absoluto, pero sí tenía ese encanto templado de los sitios pequeños. Las mesas estaban desgastadas, sucias, llenas de cortes hechos con cuchillos de formas por las que acostumbraba ser mejor no preguntarse. Lo que daba esencia a la taberna de la planta baja era la gran chimenea que ardía en dorado, iluminando toda la habitación con su leve resplandor iridiscente. Las paredes vibraban música, por lo que probablemente fuese habitual que lluvias de notas las recorriesen. Tiz bebía solo, sentado en una silla que cojeaba de al menos tres patas. Su rostro se encendió con una sonrisa irónica cuando vio aparecer a dos jóvenes en la entrada del local, con esa burla propia de quien sabe con seguridad que algo de lo que otros dudan va a suceder. Los saludó con un tosco gesto de su mano y volvió a lo suyo, ignorando de repente su presencia, como si esta hubiese perdido en cuestión de segundos todo cuanto interés pudiese haber despertado en él jamás. —¿Es amigo tuyo? –susurró Svend discretamente detrás de su hombro. La muchacha sonrió. —No. Cruzaron la estancia a buen paso, sentándose alrededor de la misma mesa. La joven era consciente de la mirada de desconfianza que el hombre de detrás de la barra les había dirigido, pero no le dio importancia alguna. Era tan insignificante como todos cuantos se encontraban allí con ella. Svend se mantenía sereno, a pesar de haber comenzado a sentirse fuera de lugar gradualmente a lo largo de los últimos minutos, cosa que a ella no le pasaba desapercibida. —No te has perdido –observó Tiz con una media sonrisa cargada de sorpresa socarrona–. Qué raro. Dio un nuevo trago a aquello que estaba bebiendo y resopló. —Al parecer la pequeña Nélida no es tan necia como lo era Felicia –afirmó, sonriendo con la mirada clavada en la madera astillada de la mesa–. Esta mañana no sabías tanto sobre Erea como ahora. Tus ojos lo dicen. Eso está bien, probablemente hasta sea lo mejor que podría pasarte. La observó un instante, ignorando deliberadamente la presencia de Svend. —Quizá tengamos que quedarnos aquí algún tiempo. La muchacha colocó las manos en la mesa, cruzándolas con expresión tranquila. Sus dagas reposaban encima de su regazo, colocadas con el cuidado con el que trataría a dos hijas, como si fueran demasiado importantes para deshacerse de ellas un solo segundo. Debía buscar una forma más cómoda de llevarlas, pero no le dio demasiada importancia en aquel momento. —Si quieres quedarte, hazlo –respondió con helada suavidad–. Por ahora también es mi deseo hacerlo, pero me iré cuando deje de ser así, sin importarme dónde estés tú para entonces. Tiz sonrió ampliamente. —Nélida habla más que Felicia –comentó, burlón–. Pero las dos me dicen cosas igual de feas. Svend los miró alternativamente, sin entender. Su silencio denotaba una incomodidad que estaba lejos de importarle a nadie allí. —Pediré algo de beber. Se puso en pie sin esperar respuesta, alejándose en dirección a la barra. Tiz lo observó de forma indescifrable, sonriendo después, como si aquella situación fuese demasiado extraña para no resultar proporcionalmente divertida. —Tienes mal gusto –comentó después. Cada una de sus palabras sonaba como si fuese a ser el desencadenante de una profunda y sincera carcajada–, pero da igual. Él es demasiado simple para importarnos a ninguno de los dos. La muchacha entrecerró los ojos, molesta. No le gustaba que la agrupase en un conjunto del que él formaba parte. No la gustaba sentirse parte de conjunto alguno realmente. Pero, por encima de eso, su expresión irritada nacía de compartir aquella percepción tan sutil con él, de saberse superior a cuantos la rodeaban, de sentirse por naturaleza e innatismo mejor que todos ellos. Y es que, sobre todas las demás cosas, ambos consideraban a las personas de las que tenían constancia simples. —Quiero ver al barón Rínlar –afirmó ella poco después, observando con detenimiento la veta oscura que recorría la madera bajo sus manos. —Vaya… –bufó él–. Tienes todo mi apoyo. Te estaré animando mientras me ocupo de mis propios asuntos, sin dudar ni un momento de tu éxito. ¿Qué probabilidad hay acaso de que no lo consigas? ¿Noventa y nueve de cien? Hizo una pausa, que dedicó a juguetear con sus enrevesados e irónicos pensamientos. —Lo más probable es que o bien desistas en un par de semanas o seas tan bocazas que acabes presa. O muerta –su voz tranquila ardía sarcasmo–. Muerta también estaría bien, ¿no? Siempre pareces involucrarte en asuntos que no te conciernen, así que supongo que algún día te estaría bien morir por entrometida. Le diré a tu amigo que componga una canción sobre cómo la bella Nélida fue asesinada tratando de trepar el más liso de los muros humanos. Tendrá éxito entre los necios como él. Sonrió de nuevo, como si sus palabras hubiesen sido un acierto demasiado grande para no remarcarlas con la expresión. Sus ojos reían. —Quiero matar al barón Rínlar. La voz de ella era impersonal y aburrida, pero aun así el peso de sus palabras creó un eco de relevancia en la breve palidez que se extendió instantes después por el rostro de Tiz. —Creo que no puedo animarte a hacer eso, me temo –se lamentó el hombre, con un brillo preocupado en los ojos, como si realmente temiese por ella. O por ambos. Svend volvía entonces, con una jarra de aspecto demacrado por mano. Había recompuesto su sonrisa noble en el camino, y sus pasos parecían más seguros. Sin embargo, nunca llegó a volver a ocupar su asiento.
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Renaissance |
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Publicado: 25/Feb/2014, 00:23 |
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
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Los hombres que se encontraban repartidos a lo largo de las mesas del local se pusieron en pie a la vez, considerablemente rápido. Su sincronización era casi perfecta, al igual que lo fue la destreza del que se colocó detrás de Svend, sosteniéndolo del cuello. La piel blanca del joven se encontraba a milímetros del filo de una espada corta que su captor parecía haber llevado todo aquel tiempo, a pesar de que ninguno de los tres simulaba haber tenido constancia de tal cosa. Los recipientes que ocupaban las manos del chico no eran ya más que añicos de vidrio malo en el suelo de madera, y el líquido que contenían se desperdigaba con parsimonia bajo sus pies. —Si no intentáis defenderos, no os harán daño –enunció el hombre a su espalda en alta voz, mientras el resto de sus compañeros rodeaba la mesa. No había escapatoria para ninguno de los dos. Eran demasiados, y Tiz no parecía llevar nada con lo que hacerles frente encima, así que un tenso silencio se expandió a lo largo y ancho de la taberna en los segundos que siguieron a aquellas palabras. La muchacha, que no se había molestado en mover sus relajadas manos de encima de la superficie de madera, se tomó su tiempo para mirar alrededor, en un tranquilo intento de analizar la situación. Sus facciones pétreas permanecían inmóviles, como si todo aquello no le resultase en absoluto inesperado. Su única conclusión pareció ser que no tenían escapatoria, pues la puerta estaba demasiado lejos y el local carecía de ventanas, así que se puso en pie lentamente y se colocó al lado de uno de los caballeros. No llevaban armadura, aparentemente, pero la corpulencia de sus ropajes denotaba algún tipo de protección camuflada debajo de ellos. La joven no dijo nada. Sus manos se agarraban con fuerza a las empuñaduras de sus dagas, a pesar de tener estas apuntando al suelo. —Eres una caja de sorpresas –masculló Tiz para sí mismo, con llamas febriles en los ojos–. Mira por dónde, al parecer sí vamos a terminar entrando en el castillo. La miró, acompañando su expresión severa de un sonoro bufido, y se puso en pie con los brazos cruzados. —Seguro que es una experiencia inolvidable. Sus cejas enarcadas denotaban un cabreo considerable, pero a la muchacha parecía hacer de todo menos importarle. De hecho, ni siquiera hizo ademán alguno que diera a entender haberlo escuchado. Se los llevaron de allí en fila, con envidiable diligencia. Sus pasos sigilosos dejaban entrever una gran habilidad detrás, aquella que solo quienes viven por y para su trabajo poseen al ejercerlo. Su silencio era de igual modo delator de la forma de actuar a la que estaban acostumbrados, y era por eso que todos allí parecían saber a dónde los llevaban. El rostro de Svend brilló un momento al abrirse la puerta trasera del lugar, recibiendo la luz de luna que inundaba las calles con una complicidad inusitada. El último de los hombres no cerró de inmediato la puerta a su espalda. Rebuscó velozmente algo que parecía guardar debajo de la ropa, y se giró, certero, con el brazo extendido en dirección a la barra. La expresión extrañada del posadero, junto con su de por sí desagradable rostro, quedaron congelados para siempre cuando la fina cuchilla que se dirigía a él atravesó su cuello. Para cuando la vida se le escapó del fondo de los ojos, la puerta ya estaba cerrada.
Esta vez es un fragmento breve porque es el mejor sitio para cortar. La próxima actualización será ligeramente más larga de lo habitual, probablemente.
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Fernan |
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Publicado: 25/Feb/2014, 19:59 |
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El humorístico y vago del pueblo. |
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Registrado: 02/Ago/2010, 15:04 Ubicación: Esperándote en la cama.
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Renaissance escribió: La posada La Jarra Rota no era el lugar más acogedor al que acudir en Erea en absoluto [...] Con ese nombre yo me iría corriendo nada más oírlo. En serio, que pasa con este Tiz, tiene una manera de hablar que a veces resulta burlante y encima el tío lo disfruta y otras veces parece morderse la lengua y ser considerado. No sé ni que pensar de él, y ese sacasmo que tiene es duro de narices. Las últimas líneas dan escalofríos D: ¡Sigue!
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Renaissance |
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Publicado: 26/Feb/2014, 04:54 |
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Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
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La noche resplandecía con tranquilidad a lo largo y ancho de Erea. El horizonte, escondido tras las intricadas formas de los edificios y el azul pálido de más allá de las murallas, danzaba de la mano de nubes grisáceas conforme sus siluetas de prefacios se acercaban a la ciudad. La fila de alrededor de diez personas que recorría sus calles le pasaba desapercibida hasta al más perspicaz de los gatos que rondaban los tejados. Tras dar un par de curvas en su mudo camino, alejándose con ellas de la posada La Jarra Rota, el reducido grupo se contrajo, convirtiéndose en un rígido escuadrón de gente. Los dos más jóvenes iban en el centro, con un hombre con cara de malas pulgas a su lado. El general Melvin los observó un momento desde su posición, cerrando lo que era una patrulla bastante reducida de compararse a las habituales. Sus ojos se detuvieron un instante en la muchacha que se encontraba de espaldas frente a él, y se dedicó a observar sus armas con cautela un par de minutos, sin denotar reacción alguna ante la silenciosa inspección. De hecho, todo cuanto hacían era terriblemente silencioso, y no era solamente por ellos. Si alguien los veía debían matarle, y, al contrario que a la mayoría de miembros de la baja nobleza en su posición, a Melvin la idea no le producía más que remordimiento. Reprimió un suspiro. Transitaban los callejones más insalubres de la periferia, evitando cualquier tipo de contacto con los habitantes de la ciudad, y a veces hacían pausas en las sombras durante las cuáles un miembro de la sorprendentemente pacífica guardia se adelantaba para comprobar que las calles que seguían estuviesen igualmente desiertas. No tardaron demasiado en llegar a su destino, a pesar de que habría sido posible alcanzarlo en mucho menos tiempo. El edificio en el que se adentraron se alzaba adyacente al perímetro de Erea, y su lado izquierdo apenas se distanciaba en un par de metros de la muralla externa de la ciudad. Todo cuanto quedaba de la vivienda eran unas ruinas ennegrecidas que parecían ser el resultado de un incendio, y, si el suave viento soplaba con demasiada fuerza, se oían quejidos sordos provenientes de los materiales que la constituían. Entraron en fila por una puerta de la que apenas habían sobrevivido un par de tablas de madera mal colgadas. Los captores ocupaban los últimos puestos, y llevaban sus idénticas y toscas espadas desenvainadas por igual. No había luz en la planta baja, así que resultaba muy complicado discernir qué era lo que rodeaba a los tres prisioneros, en caso de que fuese esa la condición que tenían. —Apartaos –anunció una voz clara a su espalda, sin exceder el sutil límite de volumen que parecía limitarlos aun sin haber sido jamás establecido. Los tres se movieron a la vez, evitando ruido y sin responder a la orden. Un sonido estridente salió de una de las tablas a los pies de Tiz, pero nadie dijo nada al respecto, probablemente intuyendo que la expresión en penumbra de su cara clamaría haberlo hecho a propósito de haber habido alguien capaz de vislumbrarla. Una luz suave chisporroteó desde la entrada, probablemente producida por el inestable fuego característico de las cerillas nada más prenden. Aquello parecía una casa normal, omitiendo el hecho de que todas cuantas cosas allí quedaban se sentían ocultas, camufladas bajo una capa de polvo, ceniza y telarañas. La vajilla de porcelana que observaba la escena desde una estantería parecía haber sido colocada allí hacía poco, y la debilidad de la madera y la piedra que se alternaban a la hora de constituir la estructura más elemental de aquella casa era delatora de lo que parecían haber sido varios y breves incendios. La muchacha frunció los labios, consciente de que nadie la miraba en aquel instante, y siguió el rumbo que sus captores les marcaron en cuanto se pusieron en marcha de nuevo. Un cuidadoso empujón bastó para apartar un tabique de considerable grosor de enfrente de lo que parecía haber sido una pared. Bajo este, unas escaleras negruzcas y de aspecto poco fiable descendían en dirección a lo que probablemente sería la cara subterránea de Erea. —Te juro –masculló Tiz en su oído– que si me sacas vivo de esta, te traeré hasta las uñas de los pies del Barón. Lo que quieras. Ella giró la cabeza, en silencio. Los guardias, que esperaban a que terminaran de bajar, no dieron señales de haber escuchado aquellas palabras. —No velo por la vida de nadie –respondió ella, bajando tanto la voz que apenas consiguió manifestar su mensaje como un susurro helado entre ambos–. Si algún día afecto de algún modo a la tuya, será aquel en el que mueras. Tiz sonrió. No se le veía menos enfadado, pero al menos había redirigido sus instintos asesinos hacia otro lugar distante de la muchacha, por inútiles que estos hubiesen resultado de haber decidido esgrimirlos contra ella. Los canales que surcaban el lado oculto de Erea distaban mucho de parecerse a aquellos por los que la joven había tenido que abrirse paso no mucho tiempo atrás. Eran más limpios, y la organización de estos, aunque asimétrica, hacía más sencillo orientarse debido a la similitud que tenían con las calles de la superficie que reflejaban. La escena en sí resultaba cómica por el hecho de que solo quienes conociesen legítimamente el lugar debían encontrar jamás entrada a él, y la facilidad para orientarse era más bien un inconveniente en la estructura del subterráneo, a pesar de que nadie parecía estar para pensamientos de ese tipo. No había antorchas a lo largo de las finas paredes, construidas en aquel liso material que vertebraba la ciudad desde sus raíces, a excepción de dos que iluminaban el arco en el que terminaban las escaleras por las que en ese instante terminaban de bajar todos. Las manos de Svend sufrían violentos temblores, y no parecía encontrarse en un estado en el que pudiese hablar en absoluto, así que todos lo ignoraron, en un pacto mudo y discordante que en ciertos sentidos podría haberse considerado egoísta. Sin embargo, no había nadie allí para juzgarlo. Tardaron largo rato en llegar a su destino, tanto como les habría llevado atravesar toda la ciudad a pie bajo el sol. El camino que transitaron fue el más directo posible, lo cual era de esperar teniendo en cuenta que todos allí a excepción de ellos conocían como la palma de su mano el recorrido que estaban haciendo. Una nueva escalera, esta vez mucho menos empinada y más elegante en su lugar, se alzaba en el interior de lo que parecía una torre. Cuatro canales diferentes confluían allí, y pequeños puentes de piedra daban lugar a una superficie central que parecía flotar sobre las aguas de las alcantarillas. El cilindro que era el aparente torreón se encontraba encima de esta, y fue hacia él hacia donde los llevaron, con las expresiones imperturbables solo propias de quienes han visto la magnificencia infinitud de veces. Las escaleras que recorrían el interior de aquel fino tubo giraban muchas veces sobre sí mismas, haciendo que fuese imposible para la mayoría ascenderlas sin tener que agacharse. La altitud que alcanzaban era ligeramente mayor que aquella que había entre el subterráneo y las primeras por las que habían descendido. —Derecha –ordenó con severidad uno de los hombres minutos después. Los cautivos, que iban delante, giraron la cabeza casi a la vez, aparentemente sincronizados. Tiz, que subía de tercero, bufó con ganas entonces, después de llevar todo el camino aguantándose las ganas de hacerlo. El guardia que lo seguía había estado presionando su espalda con la punta del arma blanca que llevaba durante el trayecto, y la sumisión que se veía obligado a mostrar le resultaba tan molesta como el más intenso de los disgustos. Una puerta de color gris pálido, casi tan clara como el resto de la superficie que suponía la pared, fue abierta por uno de los hombres que los custodiaban sin mediar palabra. Esta daba a un pasillo extremadamente estrecho, en el que no brillaba luz alguna. —Venga –apremió el guardia, que se había colocado tras ellos. Su voz era considerablemente desagradable, al igual que el tono con el que la empleó entonces–. Ya casi hemos llegado. Los condujeron por el pasillo, que resultó estar plagado de puertecitas metálicas, hasta que la marcha se detuvo una vez más. Una de esas entradas fue de nuevo abierta, y, con un movimiento severo de cabeza, el general Melvin los invitó a entrar. Los temblores de Svend no parecían ir a dejar que el joven se moviese más. Cuando uno de los hombres lo empujó hasta arrojarlo dentro de la celda, el noble ya se había quedado pálido y quieto como una estatua de pétalos de orquídea. No había luz alguna en la cámara, a excepción del débil flujo lunar que se filtraba por una ventana, tan arriba que apenas era posible verla. Cuando los ojos de la muchacha, que no había dudado en sentarse tranquila en el suelo, se acostumbraron a la reinante oscuridad, se dedicó a recopilar datos sobre su nueva situación, consciente de que no era la mejor en la que se había encontrado a lo largo de su vida. Las paredes, suaves y sin mácula, se elevaban más de diez metros sobre sus cabezas, haciendo imposible la tarea de escapar a no ser que su salida fuese la puerta por la que habían entrado, de grueso metal en proceso de oxidación. —Mátame –murmuró Svend, abrazándose a sí mismo mientras se retorcía en una esquina, azotado por el pánico frío propio de cuantos sienten miedo real por primera vez. La muchacha se levantó, como si aquella petición fuese la más normal que podía hacérsele, y agarró sus dagas firmemente mientras se acercaba al cuerpo tembloroso del joven. Su mirada, fría e insensible, se clavó en él aun estando ambos sumidos en aquel pozo de oscuridad, atravesando el aire entre ambos con lo cortante del más afilado cuchillo. —Si tienes alguna posibilidad de sobrevivir a esto –comentó Tiz muy despacio, mientras se acercaba a una de las paredes y se apoyaba contra ella, revelando un profundo cansancio más allá de agotamiento físico alguno–, es gracias a que él está contigo. Ni tú ni yo formamos parte de la nobleza. Inclinó la cabeza hacia Svend, significativamente. La joven dudó. —La piedad no consiste en perdonar la vida –murmuró, resignada. Sus músculos se habían relajado, y la palidez demacrada de Svend comenzaba a alejar los temblores, tan rápido como se acostumbraba este a la nueva situación que los amenazaba a los tres–. Es más piadoso conceder la muerte a quienes así lo desean que perdonar la vida de aquellos que no merecen existir. Su voz resonó levemente en el vacío de la habitación, a pesar de que sus palabras no constituían siquiera un susurro suave. —Las personas no podemos juzgar quién debe morir –respondió un eco dulce que parecía provenir de las paredes de piedra en sí mismas. La muchacha abrió mucho los ojos, incapaz de contener la fuerte sorpresa que comenzaba a expandirse por su sangre. Miró a su alrededor, tan rápido como fue capaz, pero no pudo ver ni sentir la presencia de nadie, lo cual la desconcertó hasta romper su leve cáscara de hielo unos segundos. Tiz parecía igual de atónito, aunque su rostro se presentaba más difícil de leer en aquel momento. Una figura menuda, pálida como la luz de luna que encendía la celda, dio unos pasos sobre las sombras cambiantes que recorrían todo antes de dejarse ver. Pertenecía a una niña que probablemente rondase los catorce o quince años, con la infancia mucho más marcada en el rostro y la forma de caminar que la otra fémina que se encontraba en la habitación, a pesar de que era probable que ambas compartiesen edades similares. Sus ojos gris perla eran grandes y curiosos, y brillaban ligeramente en violeta como si sus pensamientos los mantuviesen recubiertos de humedad constantemente. Tenía esos pasos desconcertados propios de quienes nunca saben dónde están, y su piel, ligeramente morena, la cubría como la más fina de las mantas, cadavérica hasta casi parecer ceniza. Su pelo era blanco como una sonrisa del sol, al igual que la inmensa camisola que llevaba puesta, la cual se presentaba desproporcionalmente grande teniendo en cuenta lo ligero del cuerpo que cubría. Sus pies descalzos recorrían el frío suelo casi a brincos, y sus piernas eran tan delgadas que parecían vestigios exánimes de un alma volátil como el viento en la noche. —O eso creo yo –murmuró, como corrigiéndose. Su voz era dulce como las notas de un arpa, y denotaba una inocencia tan extrema que casi producía miedo, un miedo como el que se tiene a lo quebradizo de las perfecciones–. Al fin y al cabo, la muerte es más poderosa que nosotros, ¿no? Sonrió. —Suceda como suceda, todos vamos a morir.
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Fernan |
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Publicado: 27/Feb/2014, 21:02 |
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El humorístico y vago del pueblo. |
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Registrado: 02/Ago/2010, 15:04 Ubicación: Esperándote en la cama.
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Ese final da muy mal rollo, dios. Como me encantan ver esas oraciones en las que eres capaz de usar verbos junto a sujetos que no son capaces de hacer esas acciones que estás usando. Me quedo con esta entre muchas: Renaissance escribió: El horizonte, escondido tras las intricadas formas de los edificios y el azul pálido de más allá de las murallas, danzaba de la mano de nubes grisáceas conforme sus siluetas de prefacios se acercaban a la ciudad. Beautiful. Creo que ya me estoy metiendo en la historia de una vez por todas, enterándome de las cosas como debe ser. So, continúa.
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