No recuerdo haber sentido mis piernas a lo largo de los más eternos segundos que he tenido la desgracia de vivir, a lo largo de aquel tiempo tan breve a la vez que infinito en el que había corrido como nunca pensé llegar a hacerlo. Había muchas voces. Hacía un frío caliente, de ese que te acaricia de forma completamente insensible, o quizá simplemente la velocidad con la que mi corazón latía, siempre un paso por delante de mí, estuviese protegiéndome como una burbuja atérmica. Sentía mi sangre recorriendo cada una de mis venas como un torrente de vibrantes chispas. Mis pies dibujaban un sendero invisible a lo largo de los eternos pasillos, todos idénticos, todos igual de huecos. No sabía a dónde debía ir, y aun entonces tenía un rumbo certero y feroz. Aquel día corrí como la persona más convencida de cuál es su destino que pueda existir en el mundo. Mi prisa estaba vacía de utilidad, era estúpida e inservible, pero, aun así, corrí con tanta fuerza como fuelle me daba el sentir.
Vi cortinas, y mucho blanco. Varias veces tuve que subir escaleras. Lo hice de cuatro en cuatro, quizá alguna que otra vez logré saltar cinco. Ni en una sola ocasión me fallaron los pies: ellos también entendían más y más con cada latido que aquella carrera era demasiado importante para no correrla.
Y, de repente, simplemente estaba allí. Viré hacia la derecha e irrumpí en una habitación de la que no recuerdo absolutamente nada. Toqué la pared. Vi lucecitas de colores que después se tornaron blancas. Vi blanco y gris y negro. Después vi rojo.
Y después conocí un nuevo negro, uno que va más allá de la ausencia de todos los demás colores. Miré las luces mientras se desvanecían, sabiendo que todo lo que alguna vez había brillado para mí lo hacía también.
Entraron personas con batas blancas. Creo que grite en busca de mil porqués, pero no sé si me contestaron. En ese momento me quedé sordo. Creo que es así como debo decirlo, pues nunca he vuelto a escuchar a nadie.
He oído muchas veces a lo largo de mi vida que en el corazón moran los sentimientos y que el intelecto reside en los recovecos del cerebro, aunque nunca he podido comprobarlo ni entenderlo. De todas formas, de ser así, estoy seguro de que en ese instante ambos sellaron una tregua contra el horror azabache que impregnaba mi sangre.
Mis latidos dejaron de arrastrar dolor en apenas segundos. Mi expresión volvió a relajarse, aunque mi tez se quedó pálida como el mantel antes de recibir la mancha de vino. Dejé caer la mano que acariciaba la pared hasta que esta tocó mi costado, y me quedé de pie como un muerto en perfecto equilibrio lo habría hecho. No fui consciente más de cómo sucedían las cosas. Aun hoy no sé de dónde he sacado la fuerza para tener palabras con las que contestarle al mundo, ni siquiera sé si me corresponde creer en lo que escucho y leo, o en estar percibiendo realmente.
Ese día sucedieron muchas cosas.
Sigo preguntándome si no fue una ilusión y la luz se fue mientras mi mirada se sumergía en polvo, si el hospital se quedó tan negro como lo vi entonces, si lo que hoy escribo está siendo escrito, y, en caso de que así sea, si tiene algo de verdad detrás...
Y es que, desde que mi mente accedió a convertir en retales mi memoria, perdí la certeza en la verdad, la esperanza en las personas, el amor por una vida fuera de medir cuánto oxígeno necesito al respirar.
Ese día dejé de sufrir y sentir con la luz, y me abracé más oscuro de los silencios.
Ese día ambos nos hicimos añicos.