Aun recuerdo aquella mañana de octubre, en el que las hojas caían sin fin sobre el frio suelo, de una manera seca y cortante, pero a la vez hermosa y elegante. El viento venia helado, por lo que no podía dejar de abrazarme a mí mismo para mantenerme en calor, a pesar de que la vestimenta ya hiciera algo. Los gatos dormían en los tejados, como es de costumbre, y parecía que nadie les podía estropear su gran momento de paz. Me pregunto porque se dedicaran solo a eso continuamente, mientras que nosotros tenemos que hacer miles de cosas diarias. Ellos no hacen más que descansar, comer y jugar con lo que se encontraran de por medio. Su vida era sencilla y disfrutaban de ella, mientras que la mía siempre era un continuo agobio, levantarse a las siete de la mañana para ir a la escuela, regresar a las tres de la tarde, comer rápidamente para luego ir a clases particulares, volver a casa y ponerme a estudiar al igual de hacer los trabajos que me habían mandado, ducharme, cenar y volver a esperar al día siguiente; para hacer lo mismo. Quién sabe, a lo mejor lo único que tenia eran celos, pero aun así, si viviera como ellos, me venía una sensación de acabar pasándome lo mismo que ahora, odiaba la rutina, nunca seré capaz de estar a gusto repitiendo algo constantemente, me gustaba la aventura, es más, lo quería, deseaba viajar por varios lugares del mundo y descubrir sucesos desconocidos, pero lo mejor era dejar de estar en el cielo y regresar a la tierra.
Mis pies caminaban continuamente por aquellos trozos de piedra colocados simétricamente, en los que alguno tenía una parte agrietada, destrozando el bello campo de visión que se podía ver. La gente de mí alrededor era molesta, como siempre, todos alborotados con el simple objetivo de que no pueda llegar al mío. Era sábado, por lo que suponía que la mayoría estaría haciendo la compra y demás, pero yo tenía una quedada, algo importante que no solo se basaba en gastar para satisfacer mis necesidades, un suceso que me haría pasar varias horas de diversión, o al menos lo esperaba. A pesar de los adoquines rotos, la decoración de la ciudad estaba colocada de tal manera que daba gusto verla, se notaba el esfuerzo que dedicaban por cuidarla, aunque este fuera mínimo, el paisaje otoñal tampoco venia en vano, siempre me habían agradado las imágenes que daba esta estación.
Cada vez estaba más cerca del lugar al que tenía que llegar, aquel banco de madera, color blanco con metal negro, rodeado de varios árboles. Era un sitio perfecto para las quedadas, gracias a la vegetación que le acompañaba daba una sombra buena para los días de verano y cuando tenías que hablar sobre cualquier tema nunca había problemas de que no te escucharan, su tranquilidad se respiraba en todos los rincones. Mis piernas se detuvieron, ya había llegado, con una gran sonrisa pude observar a lo lejos a mi amiga mientras alzaba su mano con la intención de saludarme, como siempre, era muy simpática con todas las personas y transmitía una paz que llegaba a todo el que hablara con ella. Pero en ese entonces no estaba sola, tenía una compañera, una joven de nuestra misma edad, aquella chica cambio mucho mi vida más adelante cuando empezamos a conocernos, tanto, que ahora es lo mejor que podía haberme pasado en toda mi vida.
Siempre pensare ese día como el momento en el que mi felicidad daría un salto y seria permanente para todos los años.