|
Hoy es el cumpleaños de:
Lilu
|
|
Autor |
Mensaje |
Renaissance |
|
|
Publicado: 05/Ago/2013, 03:29 |
|
Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
|
Muchos dirían que el azul del cielo de aquella mañana de principios de verano era el más dulce que pueda imaginarse, el color estival por excelencia, el tono que enciende las miradas de la gente al entreverse entre las pocas y algodonosas nubes de lo alto de una jornada como la que azotaba el valle. El color de los tiempos difíciles al marcharse, de la calma, del silencio en un bosque de esos en los que el silencio en sí ni existe, el color que esconde el negro de las pupilas de quien observa un rostro hermoso sonreír. El color del alma cuando no conoce temor. La caricia del sol recorría las plantaciones de centeno, que ya estaban en flor por lo entrado del año, y dejaba besos de luz sobre las viviendas más a las afueras del poblado, las de los agricultores y sus familias, las de los que pronto tendrían que recoger todo aquel cereal ante la inminente caída de la nueva estación. Había dos niños, que no debían tener más de ocho años, corriendo entre las altas espigas de suaves colores. Desde lo alto apenas habrían sido pequeñas manchas en la inmensidad de los campos, pero para ellos aquel era su imperio y no necesitaban más que la imaginación para coronarse como reyes de cuanto se extendía en el horizonte y seguramente más allá. Poco había que no pudiesen inventar, y nada existente, aun entre lo que desconocían, se escapaba a su comprensión, nacida de la fantasía de quien todavía sueña despierto con lo que no debería existir pero vive dentro de la mente de las personas. O quizá fuera… en algún lugar que nadie es capaz de recordar más. Sus padres se habían marchado al pueblo, aquella maraña de pequeñas casas que ambos sabían se encontraba una vez su mundo tocaba fin. Seguramente estarían a punto de llegar a la plaza y podrían vender todo el cereal que les había traído la tranquila primavera. Sin embargo, lejos estaban aquellos de ser sus pensamientos en realidad. En aquel lugar todos se conocían a todos, y ya desde muy niños los infantes memorizaban por pura inercia las caras de cuantos cohabitaban sus tierras para saber así en todo momento cuándo alguien no pertenecía al sitio donde se habían criado. Y el hombre que sorteaba las pocas casas de por allí era desde luego cualquier cosa menos uno de los curtidos granjeros que se dejaban la piel recolectando afuera, bajo cualquier tipo de inclemencia. Aquel señor del que no veían la cara era cualquier cosa menos uno de los suyos. No era como sus padres. Realmente no era como nadie que conociesen. Su carrera no tardó en tornarse desesperada, torpe, mientras sorteaban los últimos vestigios de cereal antes de entrar en el terreno llano y cubierto de tímidas briznas de hierba sobre el que las familias de allí, familias que ambos conocían muy bien, habían construido sus hogares. Los hogares donde tantos niños como ellos llevaban generaciones criándose, creciendo para ser hombres como sus progenitores y continuar con el oficio de sus padres. Lo que alimentaba después a sus propias familias. Lo que siempre se había hecho. Se escondieron tras una de las casas, ojeando por entre dos tablones de madera mientras aquel hombre escrutaba a un lado y otro con sus extraños ropajes como dotados de una incandescencia extraña bajo el astro rey. De repente, se giró mirando hacia donde los niños se encontraban, como si los hubiese visto, y dio un suave paso que ninguno alcanzó a ver si era hacia allí. Se metieron en la vivienda por la puerta de atrás, en silencio, sabiendo que apenas quedaba nadie en su aldea aquel día, y cerraron los ojos prácticamente a la vez, suplicando interiormente que no hubiese el menor rastro de mala intención en el destino capaz de hacer que algo malo les sucediese. Los segundos cayeron como si de gotas de lluvia rodando por el cristal de las ventanas se tratasen, pero nada ocurrió, ningún sonido rompió el tenso silencio que había pasado a llenar el ambiente. Hasta que, de forma inesperada, un quejido lastimero salió de las tablas de madera del suelo como si alguien hubiese pisado un escalón que llevase años cubierto del gris del polvo y ambos se volvieron, llenos de un pánico frío, irreprimible para los niños que todavía eran. El más alto de los dos apenas tardó en volverse de un salto, dispuesto a salir corriendo ante el menor indicio de peligro. Era asombroso cómo la luz perfecta del día encendía de otra forma cada rincón, y cómo ahora la sombra de las paredes era lo que destacaba con su dura siniestralidad por todas partes alrededor de los dos chiquillos. El segundo de ellos, de cortos rizos color trigo, se giró despacio, con visibles temblores, y casi se tropieza antes de volver el rostro para contemplar la escena que los aguardaba a ambos en lo que parecía una gran cocina. Un hombre y una mujer de rostro severo pero con facciones que a la vez resultaban amables y sabias yacían en el suelo de la cocina, separados por apenas dos metros el uno del otro. Sus cuerpos estaban inmóviles en posiciones harto extrañas, y aun sin ser necesario ningún tipo de detalle concluyente, sus ojos apagados y muy abiertos delataban que la vida se les había escapado irreversiblemente. En el centro de la habitación, sobre una silla de astillada madera de roble, se encontraba una niña que parecía llevar sus seis años muy bien escondidos en la dureza de sus facciones, que, aun recordando en belleza a la del más noble de los ángeles, escondían en sus líneas una sequedad asesina desconcertante dadas sus proporciones. El temblor del bajito se hizo más intenso cuando la vio, a pesar de que la mirada de ella se encontraba perdida y fija en algún punto probablemente inexistente entre ambos, como si no hubiese más que niebla y nada en lo que clavar la vista con mayor interés que el de la ausencia. El otro crío se convulsionó un momento, como conteniendo el llanto, y luego trató de ahogar un grito demasiado tarde, un grito lleno de terror que se elevó hacia el azul suave del cielo como una canción onírica. Como el susurro de la voz de una sirena perdida en un sueño antiguo, roto por la necesidad del auxilio más inocente que puede existir: el de un niño. Todos allí la conocían, sabían que era diferente y nadie buscaba su compañía… …, y aunque nadie hubiese tocado aquellos cuerpos, aunque no hubiese rastro de violencia en la piel del matrimonio, los dos chiquillos supieron lo que había pasado. Y, si lo sabían, era porque aquellos ojos azules habían abandonado su ensimismamiento y se habían fijado en ellos de una forma demasiado intensa y desinteresada para ser ignorados, liberando la verdad con más fuerza de la que un grito real puede surgir por entre la garganta de un hombre. Muchos dirían que el azul de aquellos ojos llenos de muerte en aquella mañana de principios de verano era el más frío que pueda imaginarse, el color del más allá por excelencia, el tono capaz de apagar una vela solo con su latir gélido aun estando ésta al otro lado del valle. El color de lo turbio en el agua, del miedo, la tempestad, el color de la furia silenciosa de quien ha enterrado con demasiada profundidad sus sentimientos, el color que esconden las pupilas de quien no tiene nada que perder pero no se va a dejar ganar. El color de la esencia del miedo.
Última edición por Renaissance el 22/Feb/2014, 00:43, editado 4 veces en total
|
|
|
|
jaguar22 |
|
|
Publicado: 05/Ago/2013, 13:49 |
|
Registrado: 03/Abr/2008, 02:00 Ubicación: The Summoner's Rift
|
Impresionante. No tengo más que decir, ya lo sabes. Y me alegra que finalmente no le pusieras título, ya saldrá solo a medida que avance la historia.
Ya me irás contando cómo va, porque realmente esta historia va a merecer la pena.
_________________
|
|
|
|
Renaissance |
|
|
Publicado: 05/Ago/2013, 20:33 |
|
Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
|
Lo helador de aquella noche de otoño podría competir con la más heladora de las noches heladoras jamás habidas. La suciedad de las calles del pueblo, sin embargo, no necesitaba de competición para ser la más nauseabunda de todas. El olor a mugre rozaba lo absurdo, la falta de higiene hacía las funciones del oxígeno en sí y estar tirado en el suelo parecía un suicidio voluntario al que las apresuradas figuras no querían someterse. Y, sin embargo, en un callejón silencioso, apartado, incluso más deplorable si cabe que el resto de lugares de la villa, yacía ella acurrucada contra sí misma con apenas los restos de un largo jersey de lana gris a su alrededor. No estaba dormida. De hecho, el azul de sus ojos abiertos prácticamente brillaba solo al son marcado por la pálida luna menguante. El intrépido discurrir de un carruaje tirado por caballos sonó no muy lejos de allí, definido tan solo por el tenue eco del trote de los nobles animales. Sus facciones, suaves y duras al mismo tiempo bajo el contraste de luz, no se inmutaron. Nada parecía capaz de hacer que mudase la expresión realmente, y apenas pestañeaba, solo cuando era estrictamente necesario para rehidratar sus globos oculares, que seguramente se quejaban con leves cosquillas al estar sometidos a aquella especie de polvo flotante que no era más que suciedad en estado puro. Estaba en todas partes, como un segundo manto con el que envolverse, pero su abrazo era cuanto menos desagradable. Aquella joven que permanecía tendida sobre la piedra de los maltrechos adoquines no aparentaba más de veinte, pero tampoco muchos menos. Si alguien la conociese, por otra parte, sabría que sus aproximados y fríos cálculos la llevaban a la conclusión de que había estado unos quince años en el mundo, mes arriba, mes abajo… Tampoco era algo a lo que diese importancia. Medir el tiempo era algo que encontraba completamente estúpido, cuando la esencia de crecer en el sentido estricto de la palabra era algo que pocas personas comprendían. Ella hacía mucho que observaba desde las sombras. A veces era consciente de que los demás la veían, otras deseaba que no lo hicieran y, como si no fuese más que decisión suya, no lo hacían. Nadie quería su compañía, ni apreciaba su presencia, ni sentía fascinación alguna por sus secretos o alegría por su existencia. Era como el tabú con el que vivía el pueblo en su totalidad, de lo que se evitaba hablar si no era mediante ágiles susurros en una esquina, o dentro de casa, sin fuerza alguna en la voz y cuando los niños dormían. Y en parte eso la hacía ser. Todos sabían que no había modo alguno de esconderle lo que pensaban, o más bien sus corazones lo sabían con una ceguera irreconocible, pues, aun desde el silencio, si sabía hacer algo se trataba sin duda de escuchar. Entender. Aprender, crecer más allá del concepto implantado entre los hombres, obtener un poder sobre cada uno de ellos que, aunque nunca fuese a ser utilizado, ahora latía solo en su conciencia. Y es que aun sin cruzar palabra con ninguno, ella sabía. A veces, muy pocas para guardar fidelidad a lo real, algunos extranjeros cruzaban por allí, cada uno con su rumbo. Y, también a veces, menos aún desde ojos sinceros, alguno de ellos trataba de ofrecerle algo. Un mendrugo de pan, unas monedas de cobre oxidado…; una vez, un caballero de alguna de las famosas casas nobles del reino con un hermoso estandarte dibujado sobre el pecho en blanco y rojo le cedió hasta su capa de terciopelo azabache. Ella nunca aceptaba nada de nadie, sabía lo que significaría para los otros y no era una imagen que fuese a regalarles, no iba a darles el poder de considerarla una mendiga. El poder del que sabe: un poder del que ella conocía mucho. Se limitaba a dejar todas aquellas cosas en un rincón de la callejuela estrecha donde solía dormir, bajo una caja rota donde ya nadie guardaba nada. Era de buena madera, pero la posada contigua, al ser la única que tenían por allí, podía permitirse no tener la menor mella en ninguna de las piezas de su mobiliario. Así que habían tirado aquello, algo que ella usaba como si un arcón se tratase prácticamente, y eso era algo por lo que no sentía nada en absoluto. Era útil, y carecía de culpa alguna en que otros no hubiesen sabido verlo. Un gato maulló al fondo del callejón, de forma prácticamente lastimera, como entonando su peculiar súplica hacia la sonrisa lunar que encendía el cielo. No había estrellas aquella noche, probablemente porque nadie las necesitaba. Y algo pareció accionarse de repente, como si hubiesen dado cuerda a lo que no esperaba ir a ser a dotado más de la gracilidad del movimiento, y la muchacha se apoyó con las manos en la fría y polvorienta piedra del suelo para ponerse en pie, firme hasta ser rayana a la fragilidad de un modo imposible de asimilar del todo. Parecía vivir de los contrastes, como si su existencia en sí careciese de coherencia. Y, a pesar de que el blanco y el negro se separaban en ella como atraídos por los diferentes polos de un imán, cuando caminaba no era más que un fantasma, vestida de gris en medio de una penumbra en la que sabía nadie la vería si no era esa su intención. Se deslizó lejos de aquel lugar lleno de pesadumbre y en el que hasta la roca se marchitaba, y comenzó a recorrer las igualmente desagradables calles del pueblo. La noche la templaba. Su cuerpo se estremecía a ratos, preso de un frío terrible y a la vez cautivador, pero únicamente cuando no podía reprimirlo. El resto del tiempo avanzaba inmutable, con la mirada perdida, una mirada más fría que nada afuera. Una mirada que miraba sin ver y aun así podía verlo todo. Había mucha vida en la zona para ser tan tarde, algo que venía haciéndose más evidente conforme avanzaban los días, y el motivo no era algo que se le escapase: el baile de máscaras del barón Gresc. Todo el mundo lo sabía de esa forma que apenas puede atisbarse en las grandes ciudades, la que hace que hasta las calles susurren los datos e intrigas referentes a eso tan importante para prácticamente todos los dotados de vida. Porque puede que otra cosa no, pero para esa gente se trataba de algo importante. El barón Gresc había enfermado hacía varias primaveras de gravedad, y durante un tiempo había sido todo de lo que se había hablado en la villa, de cómo su salud no parecía hacer más que decaer y de la forma en la que los altos muros de su castillo al otro lado de las colinas no eran más que la fortaleza de un doliente incapaz de tomar decisión alguna. Un hombre de su guardia personal había pasado a regir sus tierras, y la fortuna que el apellido de los Gresc llevaba consigo no había hecho más que mermar desde entonces, presa de los constantes y acumulados errores que cada vez costaba más arrastrar. El castillo había dejado de ser lo que era, o eso decían los que tenían algún tipo de motivo por el cual entrar. Y lo mismo había pasado con el noble. Pero la tortura que había azotado su débil y precaria salud ya enfermiza desde siempre parecía haber sido aplacada recientemente, y un baile de máscaras para los individuos de las casas nobles cuya existencia constaba en aquel lugar había sido debidamente convocado, siendo todos ellos invitados a la celebración de su mejoría. Sería un corazón de falsedad en el mundo, en el que no solo se sentiría el latir de las mentiras minuciosamente dibujadas en los rostros aristócratas, sino que además, como si existiese necesidad alguna de mayor hipocresía, máscaras de diferentes formas, tamaños, y colores, adornarían sus ya de por sí huecas facciones. Tapando con más mentiras la vacua carencia de sinceridad que arrastraban.
Última edición por Renaissance el 22/Feb/2014, 00:43, editado 2 veces en total
|
|
|
|
jaguar22 |
|
|
Publicado: 06/Ago/2013, 02:37 |
|
Registrado: 03/Abr/2008, 02:00 Ubicación: The Summoner's Rift
|
Cada vez me parece más fascinante la forma de escribir que tienes, tan definida, tan tuya. Cómo consigues describir todo con el más asombroso detalle, haciendo que nos evadamos a mundos tan perfectos como inexistentes, pero que parecen tan reales como el teclado sobre el que escribo. En serio, es impresionante.
_________________
|
|
|
|
Renaissance |
|
|
Publicado: 06/Ago/2013, 13:56 |
|
Registrado: 20/Feb/2010, 16:57
|
El recorrido que llevaba no conocía de rumbo, aunque no había rincón allí que no hubiera memorizado como la palma de su mano. El poblado que había nacido atraído por la seguridad de la baronía de los Gresc no se encontraba en su mejor momento. No era que hubiese tenido grandes momentos realmente, pero la despreocupación y la falta de higiene había teñido todo de un gris cenizo y lleno de muerte y putrefacción que no se le escapaba a nadie. Suerte tenían los invitados del noble, con derecho a quedarse en su castillo allá lejos, un lugar en el que sí merecía la pena pasar cada noche. Un lugar muy diferente de aquel. — ¡Eh, tú! –exclamó de forma repentina una voz a su espalda. Ella continuó caminando, analizando en silencio la situación como si hubiese sido programada para ello, y preguntándose de cuántos pasos precisaba para quedar fuera del alcance de quien fuera que pretendiese importunarla–. Sí, ¡tú! La de pelo negro. La joven se detuvo un instante, pálida y seca sobre la fría piedra, dejando con parsimonia sus descalzos y magullados pies juntos. Cerró los ojos con una fugacidad estelar y se giró, despacio, atravesando con su mirada anciana a un hombre entrado en carnes que parecía haber bebido más de la cuenta. No le gustó su expresión ni le habían gustado sus palabras, pero no dijo nada al respecto. No era de por allí, aunque aquellos días era algo que no extrañaba a nadie. Se quedó inmóvil, esperando que él hablase, y el hombre no tardó en hacerlo. Su voz sonaba arrastrada, ronca, y parecía ofendido por algo que ella no alcanzaba a comprender, algo que probablemente derivase de los efectos de estar ebrio más que de ningún tipo de ofensa que ella hubiese proferido hacia su persona mediante la existencia. La muchacha entornó sus fríos ojos, en silencio, y atisbó a uno de los lados de su cara un largo mechón de pelo de impoluta e impenetrable negrura. No lo recordaba así. — ¿Qué hace una señorita tan joven perdida en medio de ninguna parte a estas horas de la noche? –añadió, cambiando el tono por uno repleto de sorna y dejadez que habría puesto los pelos de punta a cualquiera. Ella no era cualquiera, y fue por eso que permaneció impasible a pesar de lo desconcertante del aura de poder que desprendía aquel individuo, ridiculizado por los efectos del alcohol–. ¿Necesitas ayuda? Puedo ayudarte. Una carcajada extrañamente pegajosa a la par que repulsiva nació en su garganta, llena de una mofa que ella no alcanzaba a comprender. Aquello era patético, cuanto menos, y no precisamente para la joven. O así lo veía ella. — No me he perdido –puntualizó con una voz que habría erizado en espíritu al caballero de mayor temple en todo el reino. Una voz helada que vibraba con una uniformidad antinatural, que más que escucharse se adentraba en los poros de la piel para determinar sus sentencias. Una voz que se hacía notar como si no hiciese más al proferirse que inyectarse en las venas de aquel a quien se dirigiese. Y, tras un lento segundo en el que repasó mentalmente la figura del hombre, se volvió y echó a andar, retomando aquel paseo desorientado que nunca nadie debía haber interrumpido. — ¡Si supieras quién soy y de dónde vengo me tratarías de otra forma! –exclamó el otro a gritos, falto de seriedad alguna. Casi parecía burlarse de sí mismo y darse cuenta de ello. Su actitud era de una comicidad rayana a lo absurdo, digna de una canción de fuerte dosis irónica que cualquier bardo sabría apreciar–. ¡¡Si supieras quién soy no tendrías ni derecho alguno a hablarme!! Era él quien se había molestado en entablar conversación con ella, pero no dijo nada. No parecía ir a atender a razones. El oído de la muchacha captó el roce metálico de como mínimo dos armaduras, que claramente no llevaba el señor que se había dirigido a ella, y continuó caminando en extrema alerta, con un leve miedo fruto de la prudencia. De ese miedo llevado con orgullo que más que suponer una limitación ayuda a extrapolar los problemas reales para entenderlos y poder afrontarlos con raciocinio. Apenas tardó unos segundos en confirmar que, en efecto, se trataba de dos caballeros. — ¿Qué ocurre, mi señor? –preguntó una voz marcadamente masculina, bastante alejada a su espalda–. ¿Qué le importuna? La muchacha siguió caminando, con los músculos en tensión, sometida a una espera de respuesta demasiado larga, decisiva y digna de ser aguardada para lo que ella habría esperado nunca de una noche como aquella. Se oyó un desagradable bufido proveniente de la entrada de la posada, y después otra vez el tintineo metálico de las armaduras de los caballeros. Y después nada. Respiró lo gélido del aire varias veces, mientras sentía cómo el aliento que se desprendía entre sus labios dejaba un rastro blanquecino frente a su boca, llena de honda impasibilidad. Se habían marchado, habían vuelto por donde habían venido, habían devuelto la paz a aquella calle y en parte el trance de no tener que pensar en nada había regresado a ella. Pero no sabía si terminaba de gustarle. Escuchó el avance de otro carruaje no muy lejos de allí, admirando la fortuna de aquellos que no entendían, de los que se dirigían al castillo y no tenían más que hacer que quejarse del olor y el estado del pueblo mientras sus de por sí despreocupadas vidas continuaban en la línea recta y monótona de la hipocresía inintencionada. No temía no tener un futuro, pues ella misma era su propio destino. No temía morir. Sabía que la muerte era algo que se llevaba a todos los hombres, buenos y malos, sin criterio ni justicia alguna, y no pretendía detener su paso. Nada llenaba su existencia pero el vacío era algo que a la vez inundaba de una forma extraña su corazón. No quedaba nada para ella allí, y, quizá de forma extraña e ilógica, quizá sin motivo alguno o quizá precisamente por el pasar de toda aquella gente que se marcharía muy lejos del que era de todo menos su hogar en unos días, sintió que había llegado el momento de dejarlo todo atrás. Cualquiera habría quizás extrañado lo más mínimo el lugar que la llevaba viendo crecer por tanto tiempo, las plantaciones de cereal que se extendían hacia el sur, la mirada silenciosa de la piedra y la madera astillada labrada por el paso de los años. También de aquellos nueve años que llevaba sola, años en los que en parte lo inerte había sido lo único capaz de dar cobijo a sus pensamientos nunca expresados. Cualquiera habría quizás sentido miedo ante todo lo que se extendía en cada una de las nuevas direcciones que abrir la mente mostraba, cosas a lo mejor terribles, seguro nuevas e indudablemente peligrosas. Cualquiera habría quizás decidido quedarse en la seguridad de lo desagradable, de lo que no cambiaba, de lo que nunca iba a fallar aun sin ser un acierto. Pero ella nunca había sido cualquiera, y cuando el pulso que mueve la vida, sangre real del mundo, la llamó, no encontró motivo ni ancla alguna en el pueblo capaz de hacerla resistirse al camino de lo desconocido.
Última edición por Renaissance el 06/Ago/2013, 21:40, editado 2 veces en total
|
|
|
|
¿Quién está conectado? |
Usuarios navegando por este Foro: No hay usuarios registrados visitando el Foro y 4 invitados |
|
No puedes abrir nuevos temas en este Foro No puedes responder a temas en este Foro No puedes editar tus mensajes en este Foro No puedes borrar tus mensajes en este Foro No puedes enviar adjuntos en este Foro
|
|